DESOBEDIENCIA CIVIL Y ESTADO DE DERECHO.

LA CULTURA DE LA PROTESTA

Humberto Schettino ®

 

Una característica importante de la transición a la democracia en México, no muy atendida por los analistas, ha sido el aumento de una cultura contestataria que considera que toda violación de la ley es justificada y que quienes la cometen no merecen castigo alguno si lo hacen por "motivos políticos". Quienes esto sostienen defienden lo que en teoría política se llama, desde que Henry David Thoreau inventó la frase en 1849, "desobediencia civil". La desobediencia civil consiste, básicamente, en acciones de protesta frente a leyes y decisiones de la autoridad consideradas ilegales o ilegítimas. ¿Bajo qué condiciones es aceptable la desobediencia civil? La mayoría de los teóricos de la desobediencia civil coinciden[1] en que ésta es aceptable bajo la existencia de un Estado y/o régimen de gobierno en el que no se respetan los derecho individuales, no se respetan los procedimientos democráticos y la ley o la decisión objeto de la desobediencia civil es claramente injusta, ilegítima o inválida o, por otro lado, atenta contra el interés común o contra el interés legítimo de una minoría. Igualmente, se considera que los criterios que definen una acción de protesta como "desobediencia civil" y que permiten distinguir a este tipo específico de protesta de la "rebelión", "contestación" o "revolución" (que son más radicales), son los siguientes: se trata de acciones en grupo, tienen por objetivo modificar una ley o una decisión de alguna autoridad formalmente establecida y se trata de acciones pacíficas. La noción de desobediencia civil parte de un par de consideraciones básicas: por un lado, la distinción entre legalidad y legitimidad de la ley y, por el otro, de la idea de que hay deberes y derechos morales que obligan al ciudadano a aceptar sólo aquellas leyes y decisiones que concuerdan con ciertos principios. Estos varían según el caso, pero ejemplos claros son los principios religiosos, la defensa de la vida, la defensa de derechos civiles o sociales y, hoy en día, la defensa de identidades particulares. Es por ello que hace falta insistir en las tres características básicas; si la protesta es individual, deviene "objeción de conciencia" y, si es violenta,[2] se convierte en "contestación" y, en casos extremos, en "rebelión" o "revolución".

Todo este argumento resulta relevante en función de hechos recientes, como el paro en la UNAM, los conflictos en las normales rurales y sus secuelas violentas, así como la protesta de policías que paralizó durante gran parte de un viernes a la Ciudad de México. En los tres casos tenemos actos ilegales, desde el punto de vista estrictamente jurídico, como el cierre de instalaciones universitarias, la destrucción y el ataque a propiedad de la universidad, el secuestro de agentes de policía por todo un pueblo, la expulsión de un grupo de alumnos decidida por otro grupo de alumnos, o el cierre de calles importantes.

En todos estos casos y, con claridad, en el más importante de ellos, el paro en la UNAM, aquellos que llevan a cabo estas acciones sostienen que les asiste el derecho moral (no jurídico) de oponerse a leyes y decisiones que, sin bien son legales (resultado de procesos legalmente válidos), no son legítimas, pues violan o derechos sociales o derechos "constitucionales". Además, paristas de la UNAM universitarios y normalistas del Mexe, consideran que tales decisiones responden a intereses particulares o extranjeros, y esto hace que sean, de origen, ilegítimas.

Para los actores, como para muchos intelectuales y observadores, todas estas acciones, si bien ilegales, no son ilegítimas, dado el origen de la protesta —que consideran político (defensa de derechos)— y, por eso, aquellos que las han perpetrado no merecen castigo alguno. Dicho en breve, la resistencia contra la opresión justifica este tipo de actos y hace indispensable que la autoridad no actúe o que si lo hace perdone inmediatamente a los infractores de la ley. Esto es lo que quieren decir todos aquellos que insisten en que los jóvenes presos por los acontecimientos de la UNAM y las normales rurales son "presos políticos"; pareciera que el sólo hecho de tener intenciones justas y de violar la ley por "motivos políticos" cancela la vigencia de todo el Estado de derecho o del imperio de la ley.

A todo aquel que, como la mayoría de los mexicanos, haya vivido bajo un régimen autoritario (nuestro caso hasta hace pocos años), no debe escapársele la importancia de incluir, de algún modo, a la desobediencia civil dentro de la cultura política nacional. Incluso aquellos que defienden la legalidad y el orden sobre cualquier otra consideración deben entender que es importante aceptar el derecho, de grupos que se sienten agraviados, de enfrentarse a la autoridad aun por medios ilegales. De hecho, la transición a la democracia en este país está claramente influida por actos de desobediencia civil, tales como el movimiento estudiantil de 68, las huelgas de médicos o las huelgas de hambre de líderes panistas de Chihuahua en los ochenta, por ejemplo. Y, sin embargo, es necesario reconocer que la propia historia del país muestra, también, el peligro de que actos de desobediencia civil se transformen en actos de contestación o en abierta rebelión frente al Estado. Ejemplos claros son el movimiento cristero, que inició con actos de desobediencia civil frente a una ley considerada injusta, o la guerrilla urbana de los años setenta que fue resultado, en gran parte, del movimiento estudiantil del 68. En estos casos se puede argumentar que la radicalización de ambos procesos fue resultado de la represión e incompetencia del gobierno. Esta consideración, sin embargo, hace mucho más difícil decidir acerca de la pertinencia de la desobediencia civil en México.

Como señalé al principio, los actos de desobediencia civil se justifican sólo si hay violaciones claras de derechos, libertades, garantías, o si no hay un procedimiento legal para enfrentarse, con posibilidades de éxito (de cambiar la ley o la decisión), a la autoridad. Ambos casos eran claramente apropiados en el México dominado por un régimen de partido hegemónico (por llamarlo de alguna manera). Por el contrario, hoy en día es difícil mantener que México sigue teniendo un régimen autoritario, o que el origen de las autoridades es ilegítimo. Por lo menos a partir de la elección de1994, y claramente a partir de la de 1997, los votos "cuentan y se cuentan", hay libertad de prensa y las violaciones a derechos fundamentales son resultado más de actividades policiacas que de persecución política. Estos son hechos que cualquiera puede confirmar. Así, resulta por lo menos difícil aceptar que, en todos los casos antes señalados, la desobediencia civil era el único camino a seguir para defender derechos. Si bien es cierto que para muchos de los miembros del CGH y de las normales, así como para miembros y simpatizantes del EZLN que han establecido "municipios autónomos", sus acciones están plenamente justificadas debido a la ilegitimidad o injusticia de las leyes a las que se oponen, esta calificación de ilegitimidad es discutible. Es decir, no es claro que el gobierno del presidente Zedillo tenga un proyecto secreto para acabar con los pueblos indígenas, o para privatizar a la UNAM, o para excluir de la educación superior a estudiantes de escasos recursos. Tampoco es claro que la educación universitaria gratuita sea un derecho constitucional, que el pase automático sea un derecho "natural" de cualquier estudiante de preparatoria universitaria, o que el régimen de gobierno de la UNAM sea ilegítimo por no ser "democrático". Todos estos puntos están sujetos a discusión y muchos tenemos opiniones contrarias a las del CGH, el EZLN o los normalistas del Mexe. Y, sin embargo, basados en lo que consideran la absoluta legitimidad de sus aspiraciones, todos estos grupos decidieron violentar la ley, y exigen que no se les castigue por ello.

La pregunta es si podemos establecer un Estado de derecho eficaz, que asegure orden y estabilidad y, al mismo tiempo, mantener esta cultura de protesta, que se considera moralmente autorizada a enfrentar las leyes y decisiones de la autoridad. Es decir, tenemos que preguntarnos si la cultura oposicionista de la desobediencia a la ley por motivos políticos puede seguir siendo justificada, en la extensión con la que se le usa, en una situación en la que ya no hay un régimen autoritario, ha mejorado mucho la defensa de derechos y garantías fundamentales, hay una extensa libertad de prensa y una exigencia compartida por gobernados y gobernantes acerca de la necesidad, ya impostergable, de establecer un Estado de derecho eficaz y de hacer que impere la ley y no la voluntad de una minoría. No hay que olvidar que el concepto que, en teoría política, se opone al derecho de rebelión es el de "obligación política", que establece como obligación fundamental de todo ciudadano obeceder a gobiernos legítimos y a sus leyes. Hoy en día es cada vez más difícil sostener que el régimen que nos gobierna no es legítimo. Además, los elevados índices de participación electoral de los últimos años muestran que la mayoría de los ciudadanos considera que sí es legítimo. Es probable que resulte muy difícil establecer el Estado de derecho y el imperio de la ley si cualquier grupo de ciudadanos decide que toda ley que no se ajuste a su particular y peculiar visión del mundo es ilegítima y, por lo tanto, tiene derecho moral a infringirla, sin importar las consecuencias y sin recibir castigo alguno. Es quizás oportuno revisar (particularmente de parte de las oposiciones) una cultura contestataria que, ejercida sin límites, es un factor más del socavamiento de nuestro ya de por sí endeble Estado de derecho.

 

Humberto Schettino. Doctor en Filosofía.


Notas

[1] Sólo como ejemplos, dentro de la numerosa bibliografía acerca de la desobediencia civil, señalo a Norberto Bobbio: "La desobediencia civil", en El tercero ausente, Cátedra, Madrid, 1989; y Hugo Bedau: "On Civil Disobidience", en The Journal of Philosophy. Vol. LVIII, No. 21,1961.

[2] Es cierto que, durante los años sesenta, para algunos autores la desobediencia civil violenta resultaba justificable, y para ellos el argumento estaba basado en la opresión de que eran víctimas obreros no sólo por el Estado, sino también por corporaciones (empresas). Es decir, el uso de la violencia (entendida aquí como el ataque físico a otras personas y cosas con la intención deliberada de producir algún daño y/o de evitar algún tipo de violencia del Estado o corporaciones) estaba justificado por la opresión. Y, sin embargo, hay que situar esta defensa de la violencia civil como parte de la desobediencia civil, en su justa dimensión. Todo el argumento depende de la"opresión" o, puesto en términos tradicionales, de la "tiranía". Como ya John Locke señalaba a principios del siglo XVII, los ciudadanos tienen el derecho de rebelarse cuando se enfrentan a gobiernos tiránicos, que no respetan "vida, libertad o propiedades". La violencia como método de desobediencia civil se justifica, entonces, sólo en casos de vida o muerte. Ver, por ejemplo, Michael Walzer: Obligations, Harvard University Press, Boston, 1970; y Carl Cohen, Civil Disobedience, Columbia University Press, New York, 1971.

Tomado de la Revista Nexos


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