LOS DERECHOS CULTURALES

COMO DERECHOS CONSTITUCIONALES

J. Ricardo Vudoyra Nieto ®

 

El debate sobre la incorporación de derechos culturales a nuestra Constitución es hoy en día uno de los más discutidos en los distintos ámbitos de la política. En México, a raíz de la aparición de grupos de reivindicación cultural, principalmente el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), este tema ha significado un importante asunto en la agenda política. Los conflictos recientes que aún no encuentran final dentro del acontecer mexicano, hacen que se replantee la situación de las minorías étnicas y culturales al interior del país desde muy diversos puntos de vista, todos importantes aunque algunos más adecuados que otros. Mientras que el problema se hace inminente, me parece que el estudio no se ha abordado de la manera más correcta puesto que se han dejado a un lado las implicaciones jurídico institucionales del debate. De igual manera, considero que la teoría que gira alrededor del tema ha sido insuficiente y hace falta aportar nuevas visiones al respecto.

En el presente texto pretendo abordar las implicaciones de los derechos culturales de ser integrados al orden constitucional. Las contradicciones que esto plantea al Estado democrático liberal y las posibles consecuencias de su aplicación programática. El objetivo de esto es encontrar líneas de reflexión que contribuyan a un debate que de ninguna manera yace terminado. La situación indígena es un problema de siglos que a veces genera más pasiones que propuestas y argumentos claros. Las implicaciones teóricas y prácticas de las propuestas que en la materia podemos apreciar actualmente, resultan relevantes en un Estado democrático moderno cuya cualidad esencial debería el reconocimiento del pluralismo agudo donde las doctrinas comprehensivas de distinto orden puedan coexistir gracias a arreglos jurídicos e institucionales justos que la sociedad se dé a sí misma.

De esta manera, pretendo analizar si la incorporación de este tipo particular de derechos al marco constitucional es inherente a la idea de una sociedad justa que supone convergencia en los derechos y divergencia en las concepciones del bien, así como reglas que no necesariamente son buenas para todos sino que permiten la convivencia. La pregunta en cuestión es ¿se ajustan los derechos culturales a esta definición tal y como ha sido planteado el problema a la fecha?

Históricamente los derechos constitucionales hacían exclusiva referencia a los individuos, a través de, por ejemplo, los derechos a la vida o la integridad física; después se han añadido los derechos políticos de participación, de los cuales el más importante y evidente es el derecho al voto. Una vez conseguidos éstos, el reino de los derechos se ha ampliado a los derechos sociales tales como la educación, el trabajo o la salud. A últimas fechas se ha sugerido la defensa de derechos constitucionales de cuarta generación: los derechos culturales. Resulta claro que cada una de estas generaciones de derechos aparecen en contextos específicos, el problema es que el marco dentro del cual se incorporan todos ellos, no es del todo compatible. Sin embargo, antes de entrar en detalle sobre este tema, me gustaría plantear una serie de cuestiones previas.

            Para que un derecho sea efectivo en el sentido más amplio de la palabra, requiere estar institucionalizado; es decir, debe garantizar una serie de mecanismos que garanticen su protección. Nadie puede estar por encima de estos derechos. “Ninguna mayoría ni ningún interés social puede vencer al derecho individual”[1], el sentir liberal se antepone al despotismo potencial de incluso las mayorías.

Cito a continuación lo que Ronald Dworkin nos dice en su célebre texto Los derechos en serio, sobre estos derechos:

los derechos individuales son triunfos políticos en manos de los individuos. Los individuos tienen derechos cuando, por alguna razón, una meta colectiva no es justificación suficiente para negarles lo que, en cuanto individuos, desean tener o hacer, o cuando no justifica suficientemente que se les imponga alguna pérdida o perjuicio[2].

            Si no existe, en esta lógica, la protección especial para garantizar cierto tipo de derechos, no es posible hablar de derechos –lato sensu– , sino de aspiraciones o en todo caso derechos morales, pero no derechos jurídicos.

            Los derechos que busquen proteger a los ciudadanos en contra de posibles actos despóticos deben poder ser garantizados. “Un derecho en contra del Gobierno debe ser un derecho a hacer algo aún cuando la mayoría piense que hacerlo estaría mal, e incluso cuando la mayoría pudiera estar peor porque ese algo se haga”[3]. Es importante que se impongan los derechos jurídicos a los derechos concurrentes[4], y la única manera de que esto sea posible es si son individuales, porque así puede garantizarse que estarán incluso defendidos en contra de potenciales opresiones de las mayorías[5] que los pongan en riesgo. Cabe adelantar aquí, que en el caso de derechos culturales negativos quizá haya más concordancias con los derechos individuales que discrepancias; sin embargo, estas últimas existen y pueden ser terribles, por ejemplo, cuando un uso y costumbre atenta en contra de los derechos más fundamentales como la integridad física. En contraparte, los derechos culturales positivos yacen con mayor frecuencia  en conflicto con los derechos individuales,  puesto que al ser dispuestos en virtud de la conservación de una identidad, deben limitar las elecciones individuales. Por ejemplo, es frecuente que la libertad de culto este prohibida por una comunidad.[6]

            No en balde los federalistas estadounidenses dispusieron de ese carácter contra-mayoritario en su defensa republicana de la Constitución estadounidense. En El federalista LV atribuido a Hamilton o a Madison nos dicen que “en todas las asambleas muy numerosas, cualquiera que sea la índole de su composición, la pasión arrebata su cetro a la razón”[7], las mayorías pueden ser opresoras del individuo, la colectividad puede poner en riesgo los derechos individuales. Hay que impedir, pues, la tendencia excesiva a depositar poderes de riesgo[8] en las mayorías, porque se pone en peligro lo esencial, los derechos. Recordemos que la democracia no es necesariamente constitucional.[9] La constitucionalidad de un régimen  garantiza un poder neutral necesario para el ejercicio de la libertad, y la constitucionalidad sólo compagina con la democracia en la medida en que ésta es liberal. Lo central de esta crítica es mostrar que el marco constitucional dentro del cual los derechos de las distintas generaciones se incorporan, es una institución con cualidades ya definidas que apareció como resultado de un contexto específico respondiendo a un tipo determinado de normas jurídicas liberales, todas ellas con carácter individual.

    Derechos culturales como derechos constitucionales

Como ya mencionamos, los derechos culturales se proponen como la nueva generación de derechos a incorporarse en los sistemas jurídicos e institucionales de los Estados. Los derechos individuales son derechos jurídicos porque están declarados, institucionalizados, garantizados por órganos del Estado y porque se acude al procedimiento de vencedor y vencido en caso de controversia. Pero en el caso de los derechos culturales, de estar garantizados en la Constitución, ¿es posible que se garantice que estarán protegidos? Comencemos por analizar los derechos históricamente previos a los culturales, me refiero a los derechos sociales (educación, vivienda, salud, etcétera). Siguiendo a Albert Calsamiglia, quien utilizando el caso de la Constitución española nos dice que los derechos sociales, “son derechos programáticos, son directrices que indican hacia donde debe ir el legislador. Pero lo que está claro es que uno no puede ir a un juez y pedirle que le garantice el derecho”, encontramos que lo interesante de ese caso, es que muestra la incapacidad de los gobiernos y los tribunales para defender aspiraciones, el derecho a la vivienda, “digna y decorosa” en el caso de la Constitución mexicana, es un buen ejemplo.

            No es posible garantizar los derechos sociales, aunque estén en un rango constitucional, porque existen recursos escasos. Imaginemos en el caso mexicano que algún ciudadano acuda a un tribunal reclamando no tener una “vivienda digna y decorosa”, derecho que le otorga la Constitución en su artículo cuarto. ¿Sería posible que se diera una resolución positiva para el quejoso? Creo que la respuesta es clara principalmente porque, en la asignación de los recursos sociales no todos pueden disfrutar de los mismos beneficios, es una cuestión de políticas en donde siempre hay beneficiados y perjudicados en una suerte de juego suma cero. Sólo si no existieran recursos escasos –cosa imposible– podrían elevarse estos derechos a un nivel universal e individual, donde cada individuo tendría la posibilidad de acudir a un juez para exigir su cumplimiento.

            La pregunta en cuestión es, ¿qué sucede entonces con los derechos culturales? ¿es posible que se conviertan en derechos jurídicos en sentido estricto? Actualmente existen tratados internacionales que los reconocen como algo previo al Estado; sin embargo, recordemos que su garantía institucional es la que hace de las normas, derechos jurídicos. Así pues, podemos apreciar que no son derechos en el mismo sentido que lo son los derechos individuales.

            Sin embargo, muchos autores siguen considerando que la solución al problema de las minorías étnicas y culturales reside en los derechos de reconocimiento. Esto tiene varias implicaciones especialmente cuando estamos hablando de autonomías y autodeterminación de los pueblos al interior de un Estado pluriétnico. No basta con poner en norma suprema el reconocimiento de la diferencia grupal, es necesario además garantizar su protección y vigilancia ante las posibles opresiones mayoritarias hacia la comunidad y, por qué no, de las propias minorías hacia los individuos. Esto no me parece del todo imposible, aunque tiene ciertas implicaciones fuertes. Sin embargo, por su complejidad, los derechos culturales podrían suscitar una grave discusión jurídica de ser puestos en práctica tal y como se ha venido sugiriendo a la fecha de darse un conflicto entre el Estado y las comunidades autónomas.

            En La Reforma Constitucional en Materia indígena[10], José Ramón Cossío sostiene de manera lúcida que en la recién aprobada reforma al artículo segundo de nuestra Constitución, en particular en el apartado B, donde se trata de normas que establecen contenidos materiales de tipo prestacional que buscan mejorar las condiciones de vida de los indígenas[11] a través del establecimiento de instituciones y políticas por parte de la Federación, los estados y los municipios, no estamos frente a normas programáticas aspiracionales, esto principalmente porque se establecen expresamente los mecanismos que las autoridades en sus tres niveles deberán seguir en virtud del cumplimiento de la ley, algunos de los cuales, cabe decir, ya están contemplados en otros artículos de la constitución como derechos sociales. CossÍo interpreta, a mi parecer acertadamente, que los contenidos en el apartado B tienen pleno valor normativo, ya que “la minoría de un órgano legislativo podría demandar ante la Suprema Corte al propio órgano en acción de inconstitucionalidad”[12], la Corte podría demandar al otro poder cumplir con lo dictado en la ley en función de la interpretación. Y es aquí, donde encuentro un grave problema. Esto equivaldría a que el poder judicial pudiera decir a otro poder qué es lo que debe de hacer, en lugar de qué es lo que no debe de hacer. Me parece un poder de altísimo riesgo que puede vulnerar el carácter democrático. Las cuestiones de políticas públicas no deben ser monopolio del poder judicial.

            En esta misma dirección, otros problemas que me parece no deben ser pasados por alto son los siguientes. En primer lugar si se conceden en tanto derechos, pueden darse casos de conflictos entre diversas minorías y si “el tipo de criterio de resolución de conflictos es el de los derechos, el conflicto es, pues, irreconciliable: se tienen o no se tienen derechos”[13], simplemente se apelará a la ley, y la historia enseña que en casos de disputas de este tipo siempre hay un ganador un perdedor, y el segundo tendrá fuertes incentivos a romper el marco institucional de la legalidad, por lo cual no se logra demasiado y sí es un retroceso para el régimen democrático pluralista[14].

            En segundo término, es muy posible que conflictos entre los derechos individuales y los derechos colectivos aparezcan. Algunos autores como Luis Villoro afirman[15] que de colocar en el mismo plano de derechos humanos fundamentales tanto a los derechos colectivos como a los individuales, no tienen por qué caer en contradicciones. A decir verdad, me parece que de colocarse así, es más probable que la contradicción tenga lugar. Una comunidad puede oprimir a un individuo en sus derechos individuales y los tribunales tendrían que decidir una contradicción que se da en el tronco fundamental de las instituciones jurídicas. Como dice Calsamiglia “al final lo que tendremos son muchos derechos en el mismo plano que no cumplen con su función de ser un arma fuerte sino que es débil y estará a merced de los avatares de los decisores”[16], lo cual nos puede llevar, por otra parte, a un debate sobre la concentración de poderes haciendo aún más tensas las ya de por sí frecuentes contradicciones entre democracia y constitucionalismo. Las decisiones pueden ser contrarias a la individualidad con lo cual se pone en riesgo el carácter pluralista igualitario de las sociedades modernas.

            Finalmente me gustaría hacer la observación de que al abordar a través de derechos el problema de las minorías étnicas y culturales tiende a olvidarse de la necesidad de institucionalizar de manera eficaz las normas jurídicas fundamentales. Me parece que elevar a rango constitucional los derechos culturales no arregla demasiado. Quizá lo ideal sería reconocer a través de legislaciones específicas la conducción de las autonomías posibles y la manera en que se organizarían, pero siempre por debajo de la norma fundamental que estipula los derechos y garantías individuales.

            Por otra parte, me parece que el federalismo podría ser una forma de brindar mayor cabida a la representación de las demandas culturales. Me parece que una Reforma del Estado debería contemplar este asunto, en cuyos detalles no ahondaré, al igual que otros tales como la delimitación de distritos electorales tomando en cuenta la distribución de los distintos asentamientos de las comunidades indígenas.

De igual manera, quizá también el debate deba alejarse un poco de los derechos y acercarse más a las políticas diferenciales, tal como se hace en otras sociedades multiculturales, como es el caso de los Estados Unidos, donde se implementan este tipo de políticas de manera más específica, tales como aquellas afines al affirmative action[17] que, por otro lado, deben ser determinadas en el quehacer cotidiano del gobierno, no a través de la institución política fundamental, lo cual permite que la diferencia sea reconocida sí, pero sobre todo compensada a través de acciones concretas de gobierno que benefician a los menos aventajados de la democracia liberal. Si bien es una medida temporal que busca de algún modo resarcir las desigualdades de que las minorías han sido objeto, se da el hecho de que al tender a ser fácilmente garantizada de manera institucional en beneficio de colectividades y traduciéndose a beneficios individuales, le es más fácil preservarse a sí misma y por tanto verdaderamente beneficia a toda la sociedad en un sentido justo de convivencia. Las sociedades modernas, finalmente, necesitan convergencia en los derechos y divergencia en las doctrinas comprehensivas de sus integrantes. Suponen reglas que no son necesariamente buenas para todos, pero permiten la convivencia, anteponiendo así, en un sentir plenamente liberal, la justicia a la moral.

    


Notas:

[1] Albert Calsamiglia, Cuestiones de lealtad, Barcelona, Paidós, 2000, p. 137.

[2] Ronald Dworkin: Los derechos en serio, España, Planeta – Agostini , 1993, p. 37.

[3] Íbid., p. 289.

[4] Por derechos concurrentes entiendo aquellos a los que apela la sociedad de manera consuetudinaria aunque no estén garantizados de manera institucional.

[5] Creo que no está de más apuntar aquí que las minorías en un sentido ampliado pueden ser mayorías en un sentido reducido. Por ejemplo, los indígenas pueden ser minorías con respecto al Estado, pero pueden ser mayorías en relación a un indígena al interior de la comunidad o incluso a grupos pequeños que forman parte de la misma.

[6] Véase un buen argumento en este sentido en: Paolo Comanducci, “Derechos humanos y minorías”, en Miguel Carbonell, Juan A. Cruz Parcero y Rodolfo Vázquez (comps.), Derechos sociales y derechos de las minorías, México, Instituto de Investigaciones Jurídicas – UNAM, 2000, pp. 196-198.

[7] A. Hamilton, J. Madison y J. Jay: El federalista, p. 236. Para un análisis del carácter contra-mayoritario de los federalistas ver Roberto Gargarella: Crisis de la representación política, México, Fontamara, 1997, pp. 49-76.

[8] Con poderes de riesgo me refiero a facultades de una colectividad –principalmente gobernante– que, incluso habiendo sido concebidas con fines benignos, pueden tornarse en despóticos en tanto, al menos en potencia, violenten ese triunfo de los individuos sobre el Estado del que habla Dworkin: los derechos individuales. Véase la nota número 20.

[9] Desde la óptica Rousseauniana (Véase Jean Jacques Rousseau, “El contrato social”, en Obras selectas, Madrid, 2000, Cap.VII) no hay manera de que la soberanía popular se lleve a cabo de manera plena, si tiene que obedecer a algo superior, léase, la constitución. La constitución es un mecanismo que ata al pueblo. Existe una tensión entre democracia y constitución. Es la misma tensión que existe entre liberalismo y democracia. En palabras de Benjamín Constant: en un régimen constitucional, “La soberanía del pueblo no es ilimitada; está circunscrita por los límites que le marcan la justicia y los derechos de los individuos” (Benjamín Constant, Principios de política, p. 25, México, Gernika, 2000). Las constituciones liberales exponen a las autoridades a revisión, y siendo el pueblo el soberano –en una democracia como la concebida por Rousseau– el carácter ilimitado de esta soberanía no es factible.

Otro ejemplo de esta relación tensa entre democracia y constitución, yace en el pensamiento de Carl Schmitt, para quien es antitética la idea de liberalismo con democracia, y por tanto, lo es en igual medida la idea de una constitución que limite la voluntad popular, misma que, por ejemplo, puede decidir democráticamente ser gobernada por un déspota. Es por esto, que la crítica de Schmitt al liberalismo, es en el fondo una crítica a la constitucionalidad limitante del poder, porque para él esto es una ilusión en tanto la política es indomable. Véase por buen ejemplo de esto en Carl Schmitt: Sobre el parlamentarismo, Madrid, tecnos, 1996, Cap. I.

[10] José Ramón Cossío D., “La Reforma Constitucional en materia indígena”, por publicarse en la revista Este País, México, 2001.

[11] Textualmente el artículo segundo en su primer párrafo dice lo siguiente: “La Federación, los Estados y los Municipios, para promover la igualdad de oportunidades de los indígenas y eliminar cualquier práctica discriminatoria, establecerán las instituciones y determinarán las políticas necesarias para garantizar la vigencia de los derechos de los indígenas y el desarrollo integral de sus pueblos y comunidades, las cuales deberán ser diseñadas y operadas conjuntamente con ellos.

[12] José Ramójn Cossío D., Op.cit., p. 32.

[13] Albert Calsamiglia, Op. cit., p. 146. Para ver un análisis crítico desde un punto de vista plenamente jurídico a las propuestas de derechos culturales que se han hecho en el caso específico de México véase José Ramón Cossío Díaz (et.al): Derechos y cultura indígena. Los dilemas del debate jurídico, México, Miguel Ángel Porrúa, 1998.

[14] Véase  respecto a esto lo explicado en Michael Walzer Op.cit., pp. 29-34.

[15] Luis Villoro: Estado Plural, pluralidad de culturas, México, Paidós – UNAM, 1999.

[16] Albert Calsamiglia, op.cit., p. 147.

[17] Véase sobre este tema: Ira Glasser: “Affirmative action and the legacy of racial injustice”, en Eliminating racism, P. Katz & D. Taylor (eds.), Plenum, 1988. La traducción al castellano de este concepto ha resultado sumamente difícil. A mi parecer la expresión que mejor recupera el sentido de este término es el de “agenda afirmativa”, puesto que más que una acción o política específica, se refiere a un conjunto de lineamientos a seguir en pro de la equidad.


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