CIVISMO

Fernando Escalante Gonzalbo ®

 

Es prácticamente un lugar común la idea de que tenemos en México una democracia sin ciudadanos, o bien con una ciudadanía defectuosa, incipiente, que no está a la altura de su tarea. Puede que sea verdad, pero no tiene nada de raro, es decir: no hay ninguna razón para esperar otra cosa. Sin embargo, se dice como si fuese algo notable, inesperado y peligroso; como si hubiese un contraste inverosímil entre el “heroísmo cívico” de la elección del año 2000 y los comportamientos de hoy, a pocos meses de distancia.

Veamos lo que hay. Resulta que desde hace algún tiempo la gente acude a votar y no vota automáticamente por el PRI; más bien parece que duda y se deja cortejar, atiende a la propaganda, ve a los candidatos en la televisión, y después decide por razones bastante oscuras. Tal como se supone que debe hacerse en un régimen democrático. Pero a continuación, en todo lo demás, se comporta casi igual que antes, siguiendo la lógica de la extorsión clientelista, negociando el incumplimiento de la ley: organiza motines y bloqueos pidiendo cosas imposibles, no quiere pagar impuestos, no confía ni un poco en las fuerzas del orden público ni en los jueces, recela de las formas de representación, se busca la vida más o menos al margen de la ley. Como lo ha hecho siempre.

Insisto: no hay ninguna razón sensata para esperar algo distinto. Pero lo cierto es que se dice con amargura; parece decepcionante: como si el ejercicio de la democracia debiera llevar consigo el conjunto de virtudes que constituyen, idealmente, a un ciudadano en regla: moderación, responsabilidad, autocontrol, conciencia del interés público, voluntad de cumplir la ley, respeto hacia el orden institucional. Como si el origen del gobierno debiera garantizar la obediencia y la buena disposición de todos. La verdad es que no es así. La relación entre la democracia y las virtudes cívicas es remota, tortuosa, incierta. Y lo que sucede hoy en México no es, en absoluto, algo extraño. De hecho, el ciudadano ideal de la tradición republicana no ha existido seguramente en ninguna parte. Hay sociedades en que predominan actitudes más civiles, sociedades —digamos— más obedientes y respetuosas, sociedades más fáciles de gobernar. Pero eso no es una condición para la práctica democrática ni es consecuencia de ella.

En su sentido más llano, democracia viene a significar gobierno del pueblo, y quiere decir que la masa de quienes componen la comunidad política interviene de alguna manera cuando se toman las decisiones. Ahora bien: eso no requiere casi ningún atributo particular, ninguna virtud especial, ninguna forma de civilización. Según parece, las primitivas tribus germánicas, por ejemplo, se gobernaban de un modo que habría que llamar democrático: todos en masa, reunidos en asamblea y armados, decidían los asuntos de importancia. De acuerdo con cualquier definición verosímil, no eran gente civilizada; se parecían muy poco a los ciudadanos que podemos imaginarnos hoy: razonables, reflexivos, moderados. Pero sí eran bastante demócratas.

Por supuesto, modernamente es necesaria una organización mucho más complicada para el gobierno democrático; hace falta contar, por lo menos, con la definición explícita de un conjunto de derechos políticos: el derecho de votar y ser votado, para empezar, o el derecho de asociación. Y eso implica la existencia del Estado y de dosis mínimas de obediencia y seguridad. Sin embargo, por más ilusiones que se hayan hecho siempre los liberales, no hay nada en la idea democrática ni en el orden práctico de la democracia que haga obligatorio el respeto de los derechos civiles, que son indispensables en nuestro ciudadano ideal; no hay garantía alguna de que una organización democrática del poder político respete incondicionalmente la libertad de conciencia o la privacidad. De hecho, no sólo pueden ir juntas sino que, a principios del siglo XXI, suelen ir juntas con frecuencia la democracia y la incivilidad; cuando tiene ocasión, la gente se inclina muchas veces a favor de partidos intolerantes, racistas, xenófobos, autoritarios, clericales, incluso teocráticos.

Por otra parte, a pesar de todo el entusiasmo de los ilustrados, la educación no ha servido de gran cosa para procurar conductas cívicas; y la democracia, además, no lo necesita. El funcionamiento de un orden democrático no requiere de modo indispensable que la gente tenga mayores conocimientos, ni una clara conciencia del interés público ni nada parecido. Sólo hace falta saber cruzar una papeleta de voto, distinguir el azul del amarillo. La democracia permite que las decisiones, algunas decisiones al menos, correspondan a los deseos de la mayoría, pero no garantiza que sean buenas decisiones: ni correctas, ni justas, ni razonables, ni siquiera benéficas para la mayoría. Por eso son tan frecuentes, tan amargas e irremediables las quejas por la “manipulación” del electorado o por los efectos de la industria publicitaria sobre el comportamiento electoral.

Pero volvamos a nuestro lugar común: tenemos una democracia sin ciudadanos (sin esos ciudadanos que son modelo de virtud, se entiende). Quienes se sorprenden, o se dicen sorprendidos o defraudados, están generalmente en la creencia de que la elección del año 2000 significó verdaderamente una transición a la Democracia, un cambio de régimen producto de la conciencia cívica de la mayoría de la población. Por eso se extrañan hoy, en vista de lo que hay: porque interpretan el pasado reciente en clave épica.

Lo mismo, o algo muy parecido, ha sucedido en otras partes. En las décadas finales del siglo XX la idea de la Democracia inspiró toda clase de ilusiones y fantasías: en México como en Filipinas, Paraguay o Argentina; como es natural, la realidad democrática ha producido sentimientos de frustración igualmente graves. Por eso los que eran teóricos de las “transiciones” se han convertido en expertos en los problemas de “consolidación” de la democracia; han descubierto, por ejemplo, que en casi todas las sociedades subdesarrolladas falta una cultura ciudadana sólida y que, sin ella, el orden democrático deja bastante que desear. Es decir: no produce decisiones sabias y prudentes, sino que favorece liderazgos disparatados, demagógicos y corruptos, que las instituciones no funcionan mejor ni está la gente mejor dispuesta para cumplir con la ley. No desaparecen los caciques ni se transfigura la clase política.

No es que no haya razones para el desencanto, sino que nunca las hubo para estar encantados. En eso consiste todo el problema. Había mucho de ingenuidad en la ilusión democrática y había también su parte de engaño deliberado, pero sobre todo había la necesidad de creer en algo; por eso se omitía de modo sistemático, se excluía de la conciencia cualquier dato que amenazara con desfondar las esperanzas: era indispensable creer y empujar la historia a base de fe. Por supuesto, cualquiera podía saber que la cultura política mexicana no permitía hacerse grandes ilusiones y que no cambiaría de la noche a la mañana, pero resultaba muy desagradable hablar de ello; se entendía que eso era equivalente a decir que “no estábamos preparados” para la democracia.

Lo malo está en haber supuesto, a fuerza de buena fe y ganas de creer, que la alternancia transformaría al país de arriba abajo o, peor, que era un signo de que todo había ya cambiado. Porque lo que viene a continuación es la frustración, el desconcierto, el reprocharle a la sociedad su falta de civismo; y de ahí no resulta nada útil.

El ciudadano ideal es una quimera: en cualquier sociedad, por civilizada que sea, las conductas políticas suelen obedecer a impulsos considerablemente más mezquinos e inmediatos, y no a una desapasionada contemplación del interés público. Pero es cierto que algunos hábitos y costumbres se acercan más a la idea cívica: el respeto del orden institucional, el cumplimiento regular de las leyes, la tolerancia, la capacidad para el diálogo razonable. Ahora bien, la formación de esos hábitos cívicos resulta de procesos históricos muy largos y también violentos: la concentración del poder en el Estado, la supresión de los cuerpos intermedios, la extensión de las relaciones de mercado y, en general, una mínima igualación de las condiciones de vida, que hace imaginable, creíble un “interés público”. La historia mexicana ha ido en otra dirección. Tenemos un Estado precario: ineficiente y mal financiado, y una enorme, inmanejable desigualdad (económica, cultural, política); por ambas razones ha sido necesaria una extensa red de intermediarios políticos, cuya función ha consistido precisamente en negociar el incumplimiento selectivo de la legalidad. Eso quiere decir que nuestro arreglo político produjo otros hábitos y otras virtudes.

Es un arreglo que ha tenido toda clase de defectos, y dos particularmente graves. Uno: funcionaba bien, con relativo buen éxito, a costa de entorpecer, deformar o suspender la lógica rigurosa del Estado. Casi todo lo que cabe en ese cajón de sastre que es, entre nosotros, la “corrupción”. El segundo defecto, el peor, es que ya no funciona, que no puede ofrecer soluciones: el sistema de inter-mediación priista ha sido rebasado, desarticulado, quebrantado, se ha vuelto ineficaz y a veces puramente parasitario. Pero eso no significa la madurez cívica de la sociedad, no significa que la lógica jurídica del Estado pueda imponerse de modo automático. Sería una gran cosa vivir en una sociedad donde estuviese claro en qué consiste el interés público, donde se pudiera imponer a todos el cumplimiento de la ley, sin excusas ni salvedades; sería una gran cosa que se pagaran los impuestos como cosa de rutina, que se pudiera confiar en los jueces y en la policía. De momento, no puede ser.

Cuando se dice que no hay ciudadanos, se dice eso: que persisten muchos de los hábitos de siempre, los de la extorsión particularista y las formas parasitarias de inter-mediación. Pero eso no se remedia a base de buenas intenciones, regaños y publicidad. Muchas de las prácticas habituales resultan injustificables, es cierto; a cambio, muchas de las leyes, con toda su justicia, son impracticables. En esas circunstancias, la democracia producirá a veces resultados extraños y en general no será cómoda ni fácil de gobernar; a lo mejor tiene una ventaja: ponernos delante de los problemas, tal como son, y curarnos de ese idealismo patológico cuya consecuencia es que terminemos por coho-nestar cualquier desvergüenza, visto que en nuestra noche de inmoralidad todos los gatos son pardos.

 

Fernando Escalante Gonzalbo. Investigador de El Colegio
de México. Es autor, entre otros libros, de "Ciudadanos imaginarios y El principito o Al político del porvenir".

 

Tomado de la Revista Nexos


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