¿CAUSAS NOBLES?

Carlos Elizondo Mayer-Serra ®

 

Es un lugar común, sobre todo dentro de ciertos sectores de la izquierda mexicana, gente muy comprensiva y de gran corazón, pensar que una causa justa, como la lucha contra las carencias sociales, justifica transgredir la ley.

Por ello, suelen asumir una posición ambigua, cuando no de simpatía clara, respecto al subcomandante Marcos o a la toma violenta de las instalaciones del Congreso por los jinetes barzonistas y los maestros de la CNTE.

Su sensibilidad social les impide reconocer que en una democracia ese tipo de manifestaciones son ilegítimas, que las instituciones existen precisamente para expresar el descontento de una forma más civilizada: votando, participando a través de los partidos, en foros públicos, en asociaciones civiles. Para evitar, pues, que la intimidación se convierta en argumento político.

La fuerza física es la antítesis de la democracia. Independientemente de cuán noble sea la causa que la motive, es contraria a la lógica del entendimiento racional y la convivencia pacífica. El fin no justifica los medios, menos cuando existen otras vías abiertas para intervenir en la vida pública, para influir en las decisiones sin tener que invocar la ley de la selva.

Es justo para evitar que sea el capricho del más fuerte el que termine imponiéndose, que existe el Estado. Para evitar que el Estado abuse de su propia fuerza existe la ley.

Sin embargo, de acuerdo con los resultados de la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas 2001 de la Segob, casi el 60 por ciento de los mexicanos cree que si la ley es "injusta" se justifica su desobediencia, incluso a pesar de que alrededor del 75 por ciento acepta que es posible promover que las leyes cambien si no le parecen.

El 55 por ciento de los mexicanos está en total desacuerdo con la utilización de la fuerza pública (es decir, con la aplicación de la ley) para resolver un conflicto político que afecta a muchas personas inocentes y lleva meses sin resolverse.

Por ello es tan difícil aplicar la ley cuando grupos bien organizados se movilizan para exigir la satisfacción de sus demandas. Los mexicanos asocian autoridad con autoritarismo y las leyes, por tanto, no son vistas como reglas estrictas que hay que cumplir sino como medidas flexibles sujetas a negociación.

Si bien es cierto que nuestro pasado autoritario generó buena parte de esa cultura de menosprecio hacia la legalidad, si la ley no se aplica con rigor nuestra joven democracia será incapaz de representar adecuadamente a la ciudadanía. La voluntad de las mayorías y los derechos de las minorías serán presa de las agrupaciones dispuestas a tomar las calles o a invadir los edificios públicos.

El crecimiento en las actividades de esos actores que operan al margen de las instituciones no es consecuencia de que las carencias hayan aumentado. Llevamos una década de TLC, de disminución de aranceles, y más de dos décadas con el PIB per cápita prácticamente estancado. De hecho, en algunos rubros estamos mejor. Los salarios reales han crecido, la inflación se ha mantenido baja y ha mejorado algo el PIB per cápita desde 1996. Muchos indicadores básicos, como mortandad infantil o educación promedio, muestran tendencias positivas.

No son, pues, pobres más desesperados los que explican la ilegalidad creciente: es el desgaste de los antiguos mecanismos clientelares de control social, ahora, en buena medida, en manos de la oposición.

A la larga, la ciudadanía que no se siente representada por quienes impiden su libre tránsito o ponen en entredicho la integridad física de los poderes públicos terminará pidiendo la represión en mayor escala. Ponerle fin a las amenazas a su tranquilidad le importará más que conservar su buena conciencia.

Lo hemos visto en muchos países. Lo vemos en Colombia, en donde Alvaro Uribe ganó la Presidencia ante la sorpresa de ciertos sectores de la izquierda que no creían que las mayorías pudieran votar por la promesa de usar la fuerza pública para imponer el orden, sobre todo después de un gobierno que hizo de la negociación el objetivo principal de su estrategia frente a los grupos guerrilleros. Cuando llega ese momento, el costo es aun mayor, pues son muchos los que han optado por la ilegalidad como su forma cotidiana de participar en los asuntos públicos.

La democracia supone ciudadanos dispuestos a vivir conforme a las reglas. Estos, en principio, son representados por legisladores que acceden al poder porque los ciudadanos así lo han dispuesto. Pero en México la historia del corporativismo vertical, aunado al principio de no reelección legislativa, complica mucho las cosas. Quienes más cuentan no son los ciudadanos que votan, sino los que están organizados para paralizar las vías de comunicación o movilizar a sus amigos representantes.

El corporativismo, de hecho, sigue bien vivo. No sólo no fue desmantelado con el cambio. Ahora tiene mucho más margen de maniobra que en el pasado y opera simultáneamente en dos frentes: el más visible y violento, encarnado por los maestros de la CNTE que asaltaron la Cámara de Diputados; el más discreto, aquel que con sus cuotas de legisladores busca cambiar las leyes para fortalecer sus intereses de grupo.

Si bien esta segunda forma de participación es legítima en toda democracia, y es más razonable que la otra, no está de más señalar sus riesgos: puede acabar haciendo de las leyes un instrumento para beneficiar a grupos bien organizados y dificultar la verdadera representación de las causas de todos, causas que no tengan suficiente soporte político protestando afuera (o adentro) de los órganos legislativos.

Los gobiernos del PRI se fundaban en la articulación de intereses corporativos. Con todo, lograron darle cierta racionalidad a ese modelo cuando el ajuste era ineludible (como con De la Madrid) o cuando era evidente que el modelo de desarrollo ya no daba para más (como con Salinas). Lo que ahora vemos es ese mismo corporativismo sin un Presidente que tenía los recursos políticos para, en ciertos casos, velar por el interés general.

Se ve por todos lados, en una ley de ingresos y un presupuesto de egresos con apoyos para los viejos aliados del PRI y la versión más radical de los mismos, compañeros de ruta del PRD que intervienen a través de métodos cada vez más violentos. Lo vemos en una propuesta de reforma a la Ley de Derechos de Autor que pretende dar a las organizaciones autorales el derecho a cobrar regalías aun sin consentimiento expreso del autor. Lo vemos en la propuesta de reforma a la Ley de Transporte que limita el margen de acción de las empresas no especializadas en transportación.

La verdadera causa noble, en este momento, reside en no perder de vista que la democracia requiere muchos bienes públicos. Bienes que no suelen hacer una gran diferencia para un grupo pequeño capaz de organizarse, pero que sí hacen una pequeña diferencia para grandes sectores que no tienen cómo organizarse para defender sus intereses más generales.

Dentro de estos bienes públicos está, por supuesto, ese bien superior de la vida civilizada que es la ley como mecanismo para resolver el conflicto. La legalidad es la causa más noble, aquella que habría que defender siempre, sin ambigüedades, independientemente de quién y para qué la viole. Esos son los pactos a los que hay que convocar. Al menos no habría partidos dispuestos a defender en público su menosprecio hacia el cumplimiento de la ley... Espero.

Tomado del periódico Reforma


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