Ángel Vaca Quintanilla ®
Hay algo tremendamente injusto en esa maniquea división política de las ideologías.
Y es que, desde los mismos orígenes del marxismo, se ha tratado de asociar valores
éticos y cualidades humanas a una determinada orientación ideológica u otra. Desde un
punto de vista racional y objetivo, es un error. Pero pensando con un poco más de
detenimiento, queda expuesta la verdad: no es más que un arma para derribar al oponente.
Y no por demagógica, injusta y falsa, tiene menos éxito. Todo lo contrario.
Reflexionen un instante. Tradicionalmente, ¿a qué se han asociado la solidaridad, el
deseo de igualdad y las ganas de paz a ultranza? A las izquierdas, por supuesto.
Obsérvese que, al hacer semejante maniobra, a los que no pertenecen a según qué sectas
ideológicas se les cuelga de inmediato una serie de etiquetas, a cuál más desagradable.
Ser de derechas es, pues, ser insolidario. Belicista. Fascista. Clasista. Es decir,
indeseable. ¿Por qué habría de extrañarnos que esté tan mal visto no seguir los
postulados de este o aquel partido de tendencias supuestamente progresistas? Y es que, esa
es otra, el progreso sólo les pertenece a ellos. El inmovilismo, el
conservadurismo sin mesura, el anclaje irracional en tradiciones polvorientas e incluso
bárbaras, excluyentes, ciegas y retrógradas, es sólo cosa de los otros.
Semejante discriminación no se detiene ante detalles de ningún tipo. Todas las derechas
habidas y por haber, caen en el saco de las más hondas y abyectas denigraciones de la
condición humana. Hasta el lenguaje nos traiciona: ¿qué es ser humano, sino
comprensivo con los que yerran, caritativo con los desfavorecidos y defensor de los
débiles, esa caricatura del manifestante furibundo que blande el gran emblema de la paz
mundial y la igualdad entre los pueblos, la bandera de la hoz y el martillo?
En realidad, no es que se separen de todas las posibles formas de la derecha
más
bien, de cualquier ideología que no tenga algo que ver con las izquierdas.
Tan digno de desprecio, tan merecedor de su odio, tan insolidario, clasista y militarista
es un fascismo totalitario, según ellos, como una democracia capitalista liberal. ¿Un
ejemplo? Estados Unidos. ¿Lo van viendo más claro?
Uno de los pilares del liberalismo es la búsqueda de la satisfacción personal. Todo
individuo tiene derecho a ser feliz, cumpliendo, en la medida que le sea posible, con su
propia escala de valores. La idea es tan sencilla, que casi merece el rango de obviedad.
Y aquí es donde entramos en conflicto con los postulados de los colectivistas de todo
pelaje. Aquellos que hablan del bienestar común. He aquí un problema de bastante
consideración. ¿Quién decide qué es bueno para todos? Incluso, ¿qué es bueno para
una mayoría? Aún más: ¿quién tiene el poder, la capacidad o la inteligencia
necesarios para determinar qué es lo mejor para otra persona?
El liberalismo parte de la base de que el individuo es responsable de sus propios actos, y
plenamente consciente de las consecuencias de los mismos. No es, pues, necesaria, la
presencia de un Gran Hermano protector, vigilante, que le guarde de sus errores
a
fuerza de no permitirle siquiera equivocarse. A fuerza de impedirle que haga algo que una
serie de gobernantes ha decidido que no es bueno para él.
El colectivo se convierte, así, en una criatura sabia. Se decide que hay una sola
naturaleza humana, y que parece alinearse con la de los animales más rastreros. El
individuo, al margen de represión y control, tratará en todo momento de buscar su propio
placer, su propio beneficio, de una manera inconsciente e inmediata. El individuo es, en
conclusión, egoísta.
Ergo, si el liberalismo es individualismo, el liberalismo ha de ser egoísmo. Si una
persona tiene derecho a definir su propia escala de valores, incluso aunque no tenga
absolutamente nada que ver con la de sus vecinos, se asume que lo hará siempre e
indefectiblemente, movida por el egoísmo.
Ahora bien, ¿qué impide que esa escala de valores personal otorgue la máxima prioridad
a la solidaridad, la caridad, la generosidad? ¿Y si un liberal decide que para alcanzar
su bienestar personal, necesita ayudar a los demás? ¿Y si en realidad no hay una sola
naturaleza humana, siniestra, pérfida, ciega, retorcidamente hedonista, hasta el punto de
buscar el placer personal a través del sufrimiento ajeno? (no olvidemos que uno de los
postulados del progresismo más polvoriento y que sigue siendo tan actual ahora como
siempre-, es que Occidente ha prosperado, a fuerza de esquilmar los recursos naturales del
Tercer Mundo) ¿Y si en realidad, hay tantas naturalezas como individuos, y de ahí que
sea necesario permitir a cada Ser Humano, decidir por sí mismo qué es bueno para él?
Creer en la responsabilidad de las personas, no implica pecar de ingenuidad. Es evidente
que no todas esas escalas de valores individuales son factibles. De hecho, es virtualmente
imposible que todas las que pueden existir lleguen a satisfacerse, pues resultaría
inevitable que la consecución de los deseos de uno, motivara la frustración de los de
otro. Y esta es precisamente una de las (escasas) ocasiones en las que el liberalismo
defiende la intervención del Estado. O más concretamente, del Estado de Derecho. Que no
es lo mismo.
Maticemos, pues: cualquier persona puede perseguir su felicidad personal, siempre que la
búsqueda de esta satisfacción, no infrinja la ley.
Estas ideas chocan directamente con los postulados más básicos, más fundamentales, del
colectivismo. En un Estado de Derecho, todos los ciudadanos son iguales ante la Ley. Pero
¿dónde queda la ética? ¿Debería estar proscrito todo aquello que no se considere
ético por ésta o aquella corriente de pensamiento? ¿Deberían penarse el egoísmo, el
afán de lucro o el materialismo, si se mantienen dentro de una escrupulosa observancia de
las leyes de una nación democrática? Una respuesta afirmativa desvelaría una ideología
potencialmente peligrosa para las libertades. ¿Qué separaría, de una forma efectiva, a
semejante Estado de una teocracia, como las que rigen los destinos de muchos países
musulmanes en los que el pecado es delito?
Si debe ser castigado lo inmoral, ¿qué autoridad decide qué es o no inmoral?
Esbozar el armazón de un Estado de Derecho no es sencillo. Pero una vez trazados los
rudimentos, el esqueleto es bastante más sólido, si se cimienta sobre el pragmatismo,
que si se asienta sobre una base tan propensa a agrietarse, y con tantos resquicios, como
es la de una moral dictada por vaya usted a saber quién.
Pues bien: una de las doctrinas del socialismo, en todas sus versiones, es el
antiamericanismo. Los Estados Unidos representan el paradigma del liberalismo. De la
persecución de la felicidad personal, incluso si ello implica incurrir en el hedonismo
más crudo. El silogismo (simplista, manipulador y erróneo a todas luces) es el
siguiente: un sistema capitalista liberal, pretende garantizar las libertades
individuales; el individuo siempre busca su placer inmediato, de una forma egoísta, ya
que hay una sola naturaleza humana, y esta es pérfida, retorcida, y necesita ser
domesticada y reconducida (¿y por quién, pregunto yo, si todos somos tan egoístas?).
Por lo tanto, un sistema capitalista liberal, es egoísta. Los Estados Unidos, y todas las
naciones que siguen su modelo (y que, curiosamente, han alcanzado unos niveles de
bienestar, prosperidad, seguridad, libertad y estabilidad política sin precedentes en la
Historia de la Humanidad -¡qué casualidad!-) son, pues, egoístas. Abrazan una
ideología y un sistema de Gobierno que si garantiza algo, según ellos, es la ceguera
ante los problemas de un colectivo u otro. De la sociedad. Del mundo. Del mundo
depauperado y esclavizado. Del mundo socialista. (Los dos últimos son casi equivalentes).
¿Dónde está el fallo en semejante razonamiento? En el desprecio a la persona. En su
consideración como una malhadada pieza de un engranaje que debe funcionar perfectamente,
para beneficio de ese ente abstracto, esa máquina descomunal que es la colectividad. En
la concepción del ciudadano como una célula más, infinitamente falible y estúpida, de
un grandioso organismo perfecto, de modo que su existencia, por sí mismo, no tiene
sentido. En la admiración al hormiguero. En la idea de que el individuo, si no se
enmiendan sus errores innatos, su pecado original, se descarriará indefectiblemente. En
el absurdo camino hacia la abolición de toda propiedad privada, no puede quedar rastro de
la propiedad más privada de todas: la libertad de pensamiento y de acción de una
persona.
La diferencia esencial entre una idea como esta, y las que plantea el liberalismo, es que,
en una democracia capitalista liberal, los ciudadanos tienen derecho a equivocarse.
Incluso a repudiar al sistema que les garantiza ese derecho, algo que vemos casi
constantemente.
¿Quién tiene la autoridad para obligar a nadie a ser generoso, aún de un modo indirecto
(léase, a base de impuestos desmedidos, con la excusa de la persecución del bien
común)? La generosidad es un derecho. Exactamente igual que el egoísmo. Usted elige, libremente.
Tomado de: Liberalismo.org.
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