LA ESCRITURA (III)

Sergio García Guzmán ®

 

"Abre tu boca por el mundo

en el juicio de todos los desvalidos.

Abre tu boca, juzga con justicia,

y defiende la causa del pobre y del menesteroso".

- Proverbios, 31, 8 y 9

Un artículo no tiene por qué constar solamente de elementos racionales: también puede manejar recursos emocionales. La retórica busca precisamente eso, por lo que es importante conocerla. De ella se habla en esta tercera parte. 

La retórica, bien entendida, es el arte de persuadir con la palabra. La retórica, mal entendida, es el oficio de convencer a cualquier precio, recurriendo a sofismas, engaños, falacias o a cualquier otro medio reprobable. 

El filósofo Platón llamó “retórica auténtica” o “de derecho” a la primera, porque busca el bien y la verdad, apoyándose en la sabiduría. Por el contrario, llamó “retórica falsa” o “de hecho” a la que sólo busca convencer, apoyándose en la ilusión y la mentira, sin importarle la verdad. 

La retórica se expresa por medio de la oratoria. La oratoria se refiere a la exposición verbal de un tema, lo que se denomina comúnmente “discurso”. Pero también puede ser una exhortación, una exposición, un brindis o una intervención en una boda o un funeral. Todo eso es discurso, todo es oratoria, en todas se emplea la retórica. 

A semejanza del ensayo, un discurso debe tener una estructura adecuada, con el fin de lograr el máximo impacto en la audiencia. Un buen discurso no debe improvisarse: si pretendemos dar un discurso memorable, hay que dedicarle tiempo a la fase de preparación y elaboración, tal como lo haríamos con un ensayo. Un orador experto puede improvisar, pero no la gran mayoría de nosotros. 

El discurso clásico tiene las siguientes partes: 

I. Invención 

Esta primera parte se refiere a la preparación del discurso. Aquí definimos la finalidad del discurso, buscamos argumentos y fijamos el contenido.  

El discurso busca tanto convencer como emocionar al auditorio: no es puramente racional ni puramente emocional. Por tanto, en esta primera fase seleccionamos argumentos para cumplir con ambas finalidades. 

Convencer 

Aquí hablamos de convencer mediante la fuerza lógica de los argumentos, solo con el razonamiento.  

Podemos emplear tanto argumentos propios como argumentos ajenos. Los argumentos ajenos se refieren a leyes, citas, proverbios, ejemplos históricos…. Los argumentos propios son los que creamos especialmente para el discurso. Pueden partir de lo real (lo que ocurre en la práctica) o de lo ideal (lo que debería ocurrir, pero no siempre pasa). Por ejemplo, un argumento que arranque de un concepto como “corrupción”, es “real”, porque eso ocurre en la vida diaria. Si argumentamos acerca de la “honestidad”, hablamos de lo “ideal”, porque no siempre se presenta en la práctica, aunque idealmente debería ser así. En otras palabras: lo que efectivamente ocurre es lo que llamamos “real”; lo “ideal” es lo que debería ocurrir. Podemos trabajar con ambos aspectos para crear argumentos a la medida del discurso. 

Ahora bien, no sólo debemos examinar atentamente nuestros argumentos, sino que debemos prever las objeciones que se nos pueden plantear. O podemos examinar los argumentos de quienes se nos oponen, con el fin de combatirlos. Se trata de adelantarnos a las objeciones y desactivarlas adecuadamente. Así, potenciamos nuestros argumentos. 

Emocionar 

No todas las personas se emocionan con los mismos discursos. El buen orador debe conocer a su auditorio, saber cómo es y conocer sus resortes emocionales. Debe saber si son jóvenes, maduros o viejos, ricos o pobres, hombres o mujeres… Debe saber cómo despertarlos, cómo emocionarlos y cómo hablarles. 

Las características propias del orador también cuentan aquí, porque él mismo debe tener una buena imagen, debe ser digno de crédito.  

Así, el orador sabe lo que el público espera de él, habla y complace a su auditorio, se pone del lado de él, expresa lo que ellos mismos no podrían o no se atreverían a decir. En una palabra: se gana a su público. Porque haciéndolo, es más fácil influir en él. 

 

II. Disposición 

Luego, hay que acomodar todo lo que se ha definido, armar el discurso. Los clásicos distinguían cuatro partes: 

Exordio 

Aquí es donde el orador enuncia el orden del discurso. Corresponde a una introducción, que busca conmover y ganarse al auditorio. 

Narración 

En esta segunda parte se busca convencer. El orador relata los hechos de una manera clara y concisa, explicando el estado actual de la situación. 

Argumentación 

Aquí se exponen todos los argumentos que hemos preparado, tanto los propios como los ajenos, valiéndonos de argumentos reales o ideales. Tratamos de convencer, pero también buscamos emocionar. Exponemos nuestros argumentos y refutamos los contrarios. 

Epílogo 

Finalmente, concluimos y resumimos todo nuestro discurso, buscando que se recuerden los puntos centrales de nuestra argumentación. Empleamos todos los recursos para emocionar al público e inclinarlo a nuestro favor.   

 

III. Elocución 

Esta fase se refiere a determinar la forma de expresar todas las ideas generadas. Hay que traducir el pensamiento a palabras, adornando las expresiones, seleccionando los términos, empleando figuras de dicción o de significación. Incluso, hay que planear la entonación y el ritmo para expresar el discurso.   

 

IV. Declamación 

Finalmente, el discurso tiene que ser pronunciado ante un público. El buen orador sabe cómo modular la voz, hacer ademanes y gesticular, adaptándose constantemente a la respuesta del público.

En un discurso, no sólo cuenta el qué se dice, sino que también importa (y mucho) el cómo se dice. El contenido del discurso se prepara de antemano tal como hemos visto, pero la declamación como tal se va definiendo en el momento mismo de la exposición. Es dinámica, se va adaptando y no puede ser prevista totalmente. 

Se pueden lograr grandes efectos combinando la ensayística y la oratoria. Ambas son técnicas susceptibles de ser aprendidas 

 

Es cuanto.


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