"Abre
tu boca por el mundo
en el
juicio de todos los desvalidos.
Abre tu
boca, juzga con justicia,
y defiende
la causa del pobre y del menesteroso".
- Proverbios, 31, 8 y 9
Un artículo no tiene por qué constar
solamente de elementos racionales: también puede manejar recursos emocionales. La
retórica busca precisamente eso, por lo que es importante conocerla. De ella se habla en
esta tercera parte.
La retórica, bien entendida, es el arte
de persuadir con la palabra. La retórica, mal entendida, es el oficio de convencer a
cualquier precio, recurriendo a sofismas, engaños, falacias o a cualquier otro medio
reprobable.
El filósofo Platón llamó retórica
auténtica o de derecho a la primera, porque busca el bien y la verdad,
apoyándose en la sabiduría. Por el contrario, llamó retórica falsa o
de hecho a la que sólo busca convencer, apoyándose en la ilusión y la
mentira, sin importarle la verdad.
La retórica se expresa por medio de la
oratoria. La oratoria se refiere a la exposición verbal de un tema, lo que se denomina
comúnmente discurso. Pero también puede ser una exhortación, una
exposición, un brindis o una intervención en una boda o un funeral. Todo eso es
discurso, todo es oratoria, en todas se emplea la retórica.
A semejanza del ensayo,
un discurso debe tener una estructura adecuada, con el fin de lograr el máximo impacto en
la audiencia. Un buen discurso no debe improvisarse: si pretendemos dar un discurso
memorable, hay que dedicarle tiempo a la fase de preparación y elaboración, tal como lo
haríamos con un ensayo. Un orador experto puede improvisar, pero no la gran mayoría de
nosotros.
El discurso clásico tiene las siguientes
partes:
Esta primera parte se refiere a la
preparación del discurso. Aquí definimos la finalidad del discurso, buscamos argumentos
y fijamos el contenido.
El discurso busca tanto convencer como
emocionar al auditorio: no es puramente racional ni puramente emocional. Por tanto, en
esta primera fase seleccionamos argumentos para cumplir con ambas finalidades.
Aquí hablamos de convencer mediante la
fuerza lógica de los argumentos, solo con el razonamiento.
Podemos emplear tanto argumentos propios
como argumentos ajenos. Los argumentos ajenos se refieren a leyes, citas, proverbios,
ejemplos históricos
. Los argumentos propios son los que creamos especialmente para
el discurso. Pueden partir de lo real (lo que ocurre en la práctica) o de lo ideal (lo
que debería ocurrir, pero no siempre pasa). Por ejemplo, un argumento que arranque de un
concepto como corrupción, es real, porque eso ocurre en la vida
diaria. Si argumentamos acerca de la honestidad, hablamos de lo ideal,
porque no siempre se presenta en la práctica, aunque idealmente debería ser así. En
otras palabras: lo que efectivamente ocurre es lo que llamamos real; lo ideal
es lo que debería ocurrir. Podemos trabajar con ambos aspectos para crear argumentos a la
medida del discurso.
Ahora bien, no sólo debemos examinar
atentamente nuestros argumentos, sino que debemos prever las objeciones que se nos pueden
plantear. O podemos examinar los argumentos de quienes se nos oponen, con el fin de
combatirlos. Se trata de adelantarnos a las objeciones y desactivarlas adecuadamente.
Así, potenciamos nuestros argumentos.
No todas las personas se
emocionan con los mismos discursos. El buen orador debe conocer a su auditorio, saber
cómo es y conocer sus resortes emocionales. Debe saber si son jóvenes, maduros o viejos,
ricos o pobres, hombres o mujeres
Debe saber cómo despertarlos, cómo emocionarlos
y cómo hablarles.
Las características propias del orador
también cuentan aquí, porque él mismo debe tener una buena imagen, debe ser digno de
crédito.
Así, el orador sabe lo que el público
espera de él, habla y complace a su auditorio, se pone del lado de él, expresa lo que
ellos mismos no podrían o no se atreverían a decir. En una palabra: se gana a su
público. Porque haciéndolo, es más fácil influir en él.
Luego, hay que acomodar
todo lo que se ha definido, armar el discurso. Los clásicos distinguían cuatro partes:
Aquí es donde el orador
enuncia el orden del discurso. Corresponde a una introducción, que busca conmover y
ganarse al auditorio.
En esta segunda parte se
busca convencer. El orador relata los hechos de una manera clara y concisa, explicando el
estado actual de la situación.
Aquí se exponen todos
los argumentos que hemos preparado, tanto los propios como los ajenos, valiéndonos de
argumentos reales o ideales. Tratamos de convencer, pero también buscamos emocionar.
Exponemos nuestros argumentos y refutamos los contrarios.
Finalmente, concluimos y
resumimos todo nuestro discurso, buscando que se recuerden los puntos centrales de nuestra
argumentación. Empleamos todos los recursos para emocionar al público e inclinarlo a
nuestro favor.
Esta fase se refiere a
determinar la forma de expresar todas las ideas generadas. Hay que traducir el pensamiento
a palabras, adornando las expresiones, seleccionando los términos, empleando figuras de
dicción o de significación. Incluso, hay que planear la entonación y el ritmo para
expresar el discurso.
Finalmente, el discurso
tiene que ser pronunciado ante un público. El buen orador sabe cómo modular la voz,
hacer ademanes y gesticular, adaptándose constantemente a la respuesta del público.
En un discurso, no sólo cuenta el qué se
dice, sino que también importa (y mucho) el cómo se dice. El contenido del discurso se
prepara de antemano tal como hemos visto, pero la declamación como tal se va definiendo
en el momento mismo de la exposición. Es dinámica, se va adaptando y no puede ser
prevista totalmente.
Se pueden lograr grandes efectos
combinando la ensayística y la oratoria. Ambas son técnicas susceptibles de ser
aprendidas
Es cuanto.
Volver a la página principal | Volver a la sección de sociedad