Ricardo Raphael de la Madrid ®
La velocidad con la que cotidianamente emergen nuevas tecnologías y nueva información ha modificado el contexto en el que el ser humano se desenvuelve. Si algo ha quedado claro en las últimas décadas es que lo único que permanece en nuestras sociedades es el cambio. Hemos pasado de vivir en un estático tablero de ajedrez donde los movimientos eran pausados y cada uno de los actores tenía un papel predefinido a la hora de jugar, a otro donde los cuadros del tablero modifican en segundos su tamaño y sus colores, y las piezas dejan de ser torre o alfil para volverse peón o reina dependiendo de su anticipación a los tiempos y las circunstancias.
En el pasado, la clave de la sobrevivencia individual o colectiva en el mundo dependía de la capacidad de respuesta que los actores tuvieran para reaccionar en el corto plazo. Es decir, de su habilidad para decidir sobre situaciones altamente previsibles a partir de una serie de consideraciones elementales. Sin embargo, en la nueva era que apenas comienza, la capacidad de respuesta no es suficiente. Ahora se requiere mantener ejercitado el músculo cerebral encargado de mesurar el futuro, de pensar estratégicamente. Hoy la clave para sobrevivir está en la capacidad de anticipación con la que cuenten los seres humanos. Dicho por Germán Escorcia,(1) la habilidad de coexistir con el cambio acelerado de los tiempos dependerá de las facultades con las que estén dotados los individuos para dominar el arte de la retroalimentación, tanto como para controlar las formas más actualizadas de interpretación de la realidad.
A esta reflexión habría que agregar otro elemento relevante: si el proceso globalizador ha modificado una frontera, esa ha sido la de la información. Hoy los seres humanos vivimos simultáneamente en múltiples circuitos epistémicos. De nuevo, en palabras de Escorcia, vivimos en verdaderas sociedades del conocimiento. El saber no es más una posesión de élites o sectas secretas. Los altos muros de claustros y universidades han sido penetrados por las líneas telefónicas del internet y la comunicación satelital.
Es una obviedad decir que, gracias a la tecnología, el conocimiento se ha democratizado. Son estas amplias sociedades del conocimiento las que serán capaces de agregar o no valor a los intercambios económicos. Más que agregados materiales como ha sido hasta ahora, lo fundamental para el intercambio de bienes y servicios dependerá, en el futuro, del conocimiento que ellas incorporen. Todavía más importante, la prosperidad y el bienestar de los individuos estarán directamente proporcionados por la habilidad de las sociedades para incorporar elaboración inteligente a sus intercambios. Y ello, a su vez, dependerá del acceso que tengan los individuos a los grandes circuitos del conocimiento.
En sentido inverso, quienes por ignorancia o por exclusión permanezcan fuera de esos circuitos sin exageración estarán condenados a la marginación y a la miseria. Es precisamente siguiendo esta reflexión que, de acuerdo con Escorcia, me atrevo a decir que las políticas relativas a la educación deberán ser profundamente transformadas. El Estado que realmente busque el bienestar para su sociedad estará obligado a hablar, más que de políticas educativas, de políticas del conocimiento. Es decir, que sus políticas tendrán que comprender acciones dirigidas, por una parte, a la vinculación de los ciudadanos con las nuevas sociedades del conocimiento y, por la otra, con las múltiples formas de interpretación y anticipación de la realidad.
El Estado del futuro estará obligado a proveer a sus ciudadanos de las herramientas necesarias para que ellos continúen adquiriendo información y conocimientos más allá de la escolaridad formal. En el futuro no será suficiente con que los estudiantes de primaria aprendan matemáticas o letras. Será necesario que las escuelas enseñen, por sobre todas las cosas, fórmulas de retroalimentación con la abundante oferta informativa, así como mecanismos cognitivos para mantener una permanente adaptación a las agitadas innovaciones tecnológicas.
La pauta de las futuras políticas del Estado estará determinada, pues, por la creación de espacios educativos donde los individuos no sólo adquieran información previamente digerida sino que sean capaces de transformarla, rápidamente, en conocimiento estratégico. Esos espacios del conocimiento permitirán, a su vez, que las sociedades propicien la concurrencia de talentos individuales para incrementar el capital social de las propias sociedades. Es precisamente siguiendo esta reflexión que podemos decir que las políticas del conocimiento estarán en el corazón no sólo de la competitividad de las comunidades humanas, sino, repito, de su sobrevivencia.
Ahora bien, si la acumulación de conocimiento será la puerta para mantener la prosperidad de las futuras comunidades humanas y ello, a su vez, estará determinado por la capacidad del Estado para transformar sus políticas educativas en políticas del conocimiento, la pregunta de fondo es ¿qué posibilidades reales tiene el Estado mexicano para encaminar sus políticas en esta dirección?
La respuesta es, a todas luces, desalentadora. La mayoría de las instituciones educativas mexicanas está muy lejos de poder adaptarse a esta urgente necesidad. El fracaso de nuestro sistema educativo es evidente. Por ejemplo, el promedio en la evaluación de conocimientos de nuestros estudiantes de primaria es hoy de 4.3 sobre 10 y sólo el 63.3% de los niños en edad escolar acuden regularmente a las instituciones educativas. Si además consideramos que el 40% de estos niños y niñas viven y estudian en condiciones donde se manifiestan amplias carencias, la profecía de la marginación permanente se vuelve aterradora.
Lo más grave del asunto es que la actual población de primaria y secundaria representará, para el 2020, el 30% de la población económicamente activa. Y, por si fuera poco, será esta población la que tendrá la tarea de producir casi el 80% de la riqueza. Para decirlo claramente, México está llegando a la era del conocimiento con una bajísima calificación de sus recursos humanos, lo cual augura un futuro muy poco alentador para los mexicanos.
En el presente todas las fuerzas políticas hablan de la necesidad de una gran reforma educativa. Y tienen razón: México se encuentra en el umbral de una gran catástrofe mientras siga dedicando menos del 4% del PIB a la acumulación del conocimiento. Esta miserable inversión coloca al país en un altísimo riesgo. Por otra parte, la falta de conciencia entre las autoridades con respecto a la transformación de las políticas del Estado necesarias en la materia es, por demás, alarmante.
De mantenerse el estado actual de las cosas si el futuro de nuestro país depende, en efecto, de la capacidad que tenga nuestra sociedad para producir conocimiento a partir del sistema educativo, México estará condenando, por varias generaciones, a una gran parte de la población a continuar en la marginación y la pobreza.
Nota
(1) Tecnología y educación: propósito planetario no excluyente. Ponencia presentada en el Seminario: Repensar a México de cara al 2000, organizado por la Fundación Carlos Pereyra de Democracia Social, Partido Político Nacional.
Ricardo Raphael de la Madrid.
Politólogo. Profesor del CIDE.
Tomado de la Revista Nexos
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