LA CONSTITUCIÓN COMO
BLABLABLÁ
Jesús Silva-Herzog
Márquez ®
Volvamos
a empezar por lo obvio: la discusión sobre los derechos indígenas es filosófica,
política y jurídicamente compleja. El debate del comunitarismo y la multiculturalidad es
uno de los más vivos de la filosofía política contemporánea; la incorporación del
EZLN a la vida civil es uno de los grandes retos de la nueva democracia mexicana; la
definición técnica de los derechos indígenas y su sintonía con el régimen
constitucional son en extremo espinosas. Es una discusión importante para el país.
Merecía de nuestra representación un trato serio, una respuesta socialmente sensible y
técnicamente aceptable. No fue así. Los barones de la política partidista madrugaron
para imponer una solución políticamente insensata y jurídicamente torpe.
La
reforma aprobada por el Congreso de la Unión -y que espera la votación de las
legislaturas de los estados para convertirse en norma imperativa- es una reforma que surge
como madruguete. Después de todos estos años, los legisladores del PAN y del PRI (y los
distraídos senadores perredistas) se sacaron una ley de la manga que no tiene nada que
ver con la iniciativa de la Cocopa, ni con la iniciativa del presidente Zedillo, ni con la
iniciativa del Partido Acción Nacional. Los legisladores no dieron a su iniciativa el
aire del debate público. Del trabajo oculto de las comisiones se pasó de inmediato a la
votación en los plenos. ¿Por qué la prisa? ¿Por qué no ventilar la propuesta? No
tengo dudas de que la iniciativa presidencial tenía deficiencias muy importantes. Pero es
evidente que la que apresuradamente aprobaron los legisladores no es mejor. En muchos
sentidos es peor. Lo que aprobaron los legisladores fue, antes que cualquier otra cosa,
una declaración de independencia. Como dijo Felipe Calderón en su momento: aquí no
manda el Fox ni el Marcos. Aquí mandamos nosotros. Muy bien. De eso se trata la vida de
un régimen institucional. El problema es que la independencia legislativa aparece con
esta votación como el imperio de los barones del Congreso. Los viejos señores del poder
que antes estaban ferozmente confrontados hoy se abrazan para trazar la línea de la
política legislativa. Si se quiere discutir con ellos será ya después de que se han
consumado los hechos. Los barones son capaces de someter a sus bancadas y madrugarse a la
opinión pública. Se legisla, pues, para que los nuevos amos de la vida parlamentaria
envíen un mensaje político. No para ordenar jurídicamente la vida del país.
Los
legisladores han querido que la Constitución declare en su artículo segundo, con un tono
que recuerda el unitarismo franquista, que la nación es "una e indivisible".
Primero habría que decir algo sobre el afán definidor de los legisladores. Es absurdo
que se pretenda hacer de la ley un diccionario sociológico. No corresponde al derecho
definir lo que es la democracia (como desafortunadamente hace nuestro artículo 3o. en una
muy cuestionable tesis). A la ley corresponde determinar los derechos ciudadanos, armar
las instituciones democráticas, trazar el curso de los procedimientos de la competencia;
no le incumbe alumbrar la esencia de la democracia. Ese es el territorio de los teóricos.
A la norma corresponde definir el espacio de los derechos y los deberes, los muros y las
palancas de la acción del Estado, el marco de la libertad. Que nuestra Constitución
defina la nación es ya un despropósito. Pero que lo haga con este rancio lenguaje
unitarista es aún más aberrante. La nación no es una porque no es proceso concluido.
Como todas las naciones, la mexicana se construye y desbarata todos los días. Cada día
se hace y se deshace. Todos los días se multiplica y se fragmenta. Pensarla una e
indivisible como si fuera una escultura entera y grandiosa que hay que proteger en los
museos es un retroceso grave en el pensamiento pluralista.
Los
redactores de la iniciativa aprobada por el Congreso se jactan de que la nueva normativa
es jurídicamente superior a la iniciativa Fox-Cocopa. No lo es. La nueva ley es tan
vaporosa, tan imprecisa y tan demagógica como aquélla. Por ejemplo, se establece que el
criterio fundamental para determinar a quiénes se aplican estas normas será "la
conciencia de su identidad indígena". ¿Qué quiere decir eso? Supongo que significa
que seré indígena si digo que lo soy. A esa vaguedad se agrega otra en el siguiente
párrafo. Serán consideradas comunidades indígenas las que "formen una unidad
social, económica y cultural, asentadas en un territorio y que reconocen autoridades
propias de acuerdo con sus usos y costumbres". Esta expresión, además de vaga, es
trivial porque el último párrafo del Apartado A dispone que el estatuto que definirá
los criterios de reconocimiento de comunidades indígenas será local. "Las
constituciones y leyes de las entidades federativas establecerán ... las normas para el
reconocimiento de las comunidades indígenas". Para seguir con las vaguedades, la
Constitución prescribiría que "el derecho de los pueblos indígenas a la libre
determinación se ejercerá en un marco constitucional
de autonomía que asegure la unidad nacional". ¿Qué debe entenderse por
aseguramiento de la unidad nacional? ¿Quién define qué significa la unidad de la
nación? ¿Cómo se determina un "atentado" contra esa unidad? ¿Qué
consecuencias tiene? La reforma no incluye respuesta. Sólo blablablás.
La
redacción no es el fuerte de esta reforma. El Apartado A del nuevo artículo segundo
diría (si es que la mayoría de las legislaturas locales la aprueban) que los pueblos y
las comunidades indígenas tendrían autonomía para "preservar y enriquecer sus
lenguas, conocimientos y todos los elementos que constituyan su cultura e identidad".
¿Y si la autonomía se quiere ejercer no para preservar sino para transformar su cultura?
Ese,
al parecer no es un derecho del que dispongan las comunidades indígenas, que tienen el
deber constitucional de seguirlo siendo. A esos absurdos llega el preservacionismo
multicultural cuando hace alianza con la torpeza legislativa. Y finalmente el blablabá de
la reforma aprobada desemboca en simples deseos. El largo Apartado B es una larga carta a
Santaclós. Para promover la igualdad de los indígenas, el gobierno impulsará el
desarrollo integral, fortalecerá las economías locales, mejorará las condiciones de
vida de sus pueblos, garantizará e incrementará los niveles de escolaridad, asegurará
el acceso efectivo a los servicios de salud, mejorará los espacios de convivencia y
recreación, propiciará la incorporación de las mujeres al desarrollo, extenderá la red
de comunicaciones para permitir la integración de las comunidades, apoyará las
actividades productivas, protegerá a los migrantes. Todo eso escrito en los
licenciadismos más abigarrados. Que no haya un solo instrumento para realizar esos
anhelos justicieros parece irrelevante. ¿Por qué ensuciar una bonita carta de deseos? La
Constitución para nuestros legisladores es un hermoso blablabá.
Tomado del periódico Reforma
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