Federico Reyes-Heroles ®
¿Por
qué tenemos los mexicanos una relación tan rebelde con la ley? ¿Cuáles son los costos
de esta idiosincrasia? En este texto, Reyes-Heroles hace un recorrido por nuestra peculiar
manera de (des)acatar las leyes para llegar a un diagnóstico inapelable: México sólo
será un país desarrollado cuando se cumpla la máxima de Montesquieu: la ley, como la
muerte, no debe exceptuar a nadie.
A
decir de Aristóteles, fuera de la sociedad el hombre es una bestia o un Dios. La
conversión en deidad supone un acto sobrenatural, un milagro. No hay argumentos a favor
de los milagros. Nos queda entonces la expresión bestia, que resuena como un lance
demasiado burdo para la fineza del filósofo.
¿A
qué se refiere Aristóteles? Él sabía que el ser humano no puede vivir fuera de un
conglomerado. La imagen del solitario es, en realidad, una fantasía muy popular, pero
fantasía al fin y al cabo. Si bien es cierto que Daniel Defoe tomó el caso real de un
náufrago para escribir su célebre Robinson Crusoe, también lo es que se trata de una
referencia más bien mítica. Además, ese náufrago regresó a vivir a Londres. El ser humano sólo sobrevive rodeado de semejantes.
Entonces, de nuevo: ¿a qué se refiere Aristóteles cuando, sin miramientos, arroja la
expresión bestia para calificar a aquel que vive fuera de la sociedad? Más de veinte
siglos se interponen. La afirmación sigue vigente y no deja escapatoria.
El
engarce fino se encuentra en la expresión sociedad. La sociedad no es la simple reunión
de un número indeterminado de seres humanos o familias. Para Aristóteles la sociedad es
una construcción humana a la cual accedemos como la mejor forma de sobrevivencia. Esa
construcción cultural se ha llevado muchos siglos de marcha discontinua. Tendríamos que
cruzar el oscuro Medievo para renacer en la búsqueda de la modernidad y encontrar de
nuevo el camino. Sólo entonces se recordará a Aristóteles y surgirá la idea de un
contrato. Hobbes, Locke y finalmente Rousseau darán el impulso definitivo. La sociedad,
el Estado mismo nacen de esa asociación, voluntaria y no tanto, racional y no tanto, que
nos permite encauzar las necesidades y las emociones humanas.
Ahora
el panorama se aclara: ni dioses, ni bestias. Aquel que vive en sociedad, el que ha
accedido y está convencido de las bondades de ese acuerdo civilizatorio que da vida a la
ciudad, a la civitas, ese ser humano puede ser llamado simple y llanamente ciudadano. El
ciudadano ejerce sus derechos y cumple con sus obligaciones. Él es para sí mismo y
Existe
entonces una finalidad moral, ética que nos distingue de la naturaleza, de la bestia. Esa
es la diferencia central. Así entendidos el Estado y la sociedad como su cimiento, no son
un hecho fortuito o graciosas concesiones. Por el contrario, son el fruto de actos
deliberados, de una construcción sistemática de valores comunes, que abrazan a un grupo
humano. La sociedad, el Estado son, antes que nada, un hecho cultural.
Pero,
¿cómo se construye una sociedad, cuáles deben ser los materiales, cómo concebir los
cimientos? Pareciera una labor de titanes o un sueño quizás.
Vayamos
con calma. En la superficie las diferencias entre las sociedades son muchas y, por lo
visto, más veremos en el futuro. El Estado-nación se multiplica a una velocidad
preocupante. La identificación racial, lingüística, la historia compartida, también
los mitos y, por supuesto, las religiones dan mucha tela de dónde cortar para establecer
las fronteras de la diferencia. La globalización pareciera haber acentuado la necesidad
de diferencia. Los germanos persiguen la germanidad y los latinos la latinidad, las
cuales, sin aceptar definiciones exactas, no permiten confusión. Distinguir a un teutón
de un romano no reclama un profundo estudio antropológico. Como tampoco nos confundimos
entre la salchicha vienesa y el espagueti. Los acuerdos nacionales y sus orígenes
míticos pueden ser tan variados como nuestra imaginación lo permita. Por ejemplo, un
águila, parada en un nopal y comiéndose una serpiente, ¿por qué no? Pero en todos
Pero
entonces debemos salir de algunas trampas en las cuales podemos haber resbalado sin darnos
cuenta. Legalidad y desarrollo serían unas de las primeras pistas que debiéramos seguir
en nuestra cacería. Cuántas veces no hemos escuchado que en los países con desarrollo
pleno el respeto a la legalidad es notable. Los admiramos con cierta envidia difícil de
ocultar. Todo mundo paga impuestos, se detiene ante la señal de alto, allí no se tira la
basura por la ventana. Pero claro, decimos, es que ya accedieron al desarrollo, son
civilizados. Conclusión: desarrollo es legalidad. Pero quizá valdría la pena rascarnos
la cabeza un par de veces y meditarlo con calma. ¿Es el desarrollo por sí mismo, el
incremento en el ingreso per cápita, el avance de la industrialización y del sector
servicios lo que provoca o genera una cultura de la legalidad?
¿O
es a la inversa? Se podría invertir la tesis: porque en esos países se fomentó el
respeto a la ley, porque se respetaron los derechos patrimoniales y ciudadanos, porque
hubo libertades para pensar y decir, inventar, producir y vender con garantías, porque el
Estado exigió del ciudadano y viceversa, porque la legalidad fue prioritaria para esas
sociedades, es que crecieron las inversiones y se enriquecieron. Por más riquezas
naturales con las que cuente un país, si el imperio de la ley no está garantizado, si
las reglas del juego no se cumplen y se hacen cumplir, el temor a la arbitrariedad será
un invitado permanente y la prosperidad no echará raíces.
El
cumplimiento de las leyes, incluso de las malas, genera certidumbre y con ella capacidad
de proyectarnos en el tiempo. La idea de futuro, el
Hemos
empobrecido la lectura de economía. Se nos olvida, por ejemplo, que el padre de la
economía moderna, Adam Smith, estudió filosofía, que fue
Pero
muchos miran a la legalidad como una presa de muy difícil caza. No han faltado los
aventureros que lanzan teorías esencialistas. Entonces resulta que unos pueblos son
honestos y cabales, no dicen mentiras, mientras que otros siempre son torcidos como los
plátanos. Por fortuna en los albores de esta nueva etapa contamos con la necia
información estadística que extiende sus horizontes a casi todo el orbe. Así que hoy
sabemos, no intuimos, que riqueza y legalidad van de la mano y que quizá deberíamos
invertir nuestra aproximación. Es la legalidad la que atrae la riqueza. La ilegalidad, la
discrecionalidad, la corrupción la espantan. También sabemos que existe una relación
entre el nivel educativo de un país y la legalidad. Pero cuidado, porque los
conocimientos de geografía,
Y
México, ¿cómo sale México en este asunto? De inicio mi memoria tropieza con
Montesquieu: "La ley debe ser como la muerte, que no exceptúa a nadie". Por
complicadísimas razones históricas que no viene al cuento relatar, la igualdad ante la
ley no es todavíaun valor de la cultura popular. No me refiero a la herencia de los
fueros del siglo XIX y anteriores o a la venta de puestos públicos para los ricos, cuyos
rastros por allí andan. Pienso más bien en el vicio y deporte nacional de inventarnos
justificaciones para ser la excepción. Como el señor secretario lleva prisa, puede
violar el reglamento de tránsito; como a mi empresa le fue mal, no pago las cuotas del
Seguro Social; como la paciente me conoce desde hace tiempo, no le doy recibo; como hoy es
mi cumpleaños tengo derecho a una mejor mesa; como llegué tarde me brinco
Agréguese,
por razones de condimento, el millón y medio de automóviles "chuecos"; los
profesionales de la falsificación de licencias o títulos; los cientos de miles de
usuarios de electricidad colgados con "diablitos"; el surtidísimo mercado de
discos y casetes o software "piratas", etc. Debemos de admitir que la ilegalidad
ha ampliado enormemente nuestro léxico. Cervantes o Lope de Vega quedarían asombrados
ante los usos de expresiones popularísimas como "mordida", "tajada",
"moche", "una corta", "el entre", "para los
refrescos" o "para las aguas", o expresiones más sutiles como "lo
dejo a su consideración", "no me doy por mal servido" o "lo que sea
su voluntad". Pero hay asuntos aun más graves. Como las razones históricas nos
asisten, podemos cometer fraude; como somos indígenas podemos votar a mano alzada e
impedir
El
gran retrato es el siguiente: casi la mitad de la población, el 47.7%, respeta la ley
sólo por miedo a ser sorprendida y recibir un castigo. Son los "abusadillos"
que brincan la norma cada vez que pueden. Después viene un poco más de un tercio, un
35%, que respeta la ley por presión social, por el "qué dirán". Son los
acomodaticios que nos dan sorpresas. Y por último queda allí un arrinconado y pequeño
17% que respeta la ley por verdadera convicción. Esos son los imprescindibles, como
diría Brecht. Uno de cada cuatro mexicanos piensa que las prácticas ilegales son algo
natural. Uno de cada cinco cree que la corrupción siempre ha existido y uno de cada
veinte que es un mal menor y que incluso ayuda al funcionamiento de las cosas. Hay quienes
están convencidos de que necesitamos más leyes. Tácito les contesta que muchas son las
leyes en un Estado corrupto.
Leyes
y códigos abundan en nuestra legislación, no así ciudadanos que las respeten y en el
fondo las amen. Paradojas de nuestra condición, por un lado nos sobran normas y
requisitos, por el otro no logramos que todos los mexicanos que deben hacerlo paguen sus
impuestos. ¿Cómo podemos ambicionar en el largo plazo a tener finanzas públicas sanas
si alrededor de la mitad de nuestras transacciones gravables evaden al fisco, aduana
insalvable para todo ciudadano que se precie de serlo? Si Aristóteles viviera, estoy
seguro, pugnaría por una cultura fiscal como requisito para ser ciudadano. Esos mexicanos
beneficiarios y víctimas de la ilegalidad no han accedido al pacto nacional que, de
entrada, otorga derechos, pero también exige de los ciudadanos una actitud de respaldo a
aquello que nos debe unir como nación: porque quiero que me respetes, te respeto a ti y a
nuestras normas.
Pero
nada más lejano a mi intención que generar desánimo. Por el contrario, soy optimista.
Locke decía que el verdadero gobernante es aquel que modifica costumbres. México es un
país básicamente de jóvenes y niños. Casi treinta millones de escolares asisten todos
los días a las escuelas. Los medios de comunicación extienden su presencia cada día a
más hogares. En alrededor de quince millones de ellos hay niños en edad de crianza,
esponjas nobles que absorben los valores que se les inculcan. Ellos son la mejor razón
para creer en un mejor futuro. Serán diferentes,
Hace
apenas diez años este país se desgarraba convencido de que los mexicanos éramos
incapaces de organizar elecciones limpias y vencer al fraude. Hoy ocho de cada diez de
esos mismos mexicanos confían en su aparato electoral. Podemos vencer a nuestros
fantasmas, la ilegalidad y la corrupción, como los más temidos. Pero, de entrada,
tenemos que proponérnoslo y emprender todos la lucha en varios frentes: las empresas en
su ámbito, a través de sanciones y estímulos; los gremios de profesionistas procurando
una responsabilidad cabal en sus miembros; los sindicatos con códigos de ética que
incentiven una actitud cotidiana de respeto a sí mismos y a los demás; los partidos
políticos con actuaciones que sean ejemplo de rectitud, actuaciones que por desgracia hoy
no son muy frecuentes; los maestros a través del aparato educativo, asumiendo la enorme y
honrosísima responsabilidad de educar incluso con los gestos; los medios de
comunicación, que tienen el privilegio de penetrar los hogares de decenas de millones de
mexicanos, con un bombardeo sistemático de valores de integridad personal que llegue al
gran público; finalmente, los padres de familia, que tienen entre sus manos el arte de
educar, moldeando auténticos ciudadanos.
Las leyes se publican en los códigos, pero sólo cobran cabal existencia si están en la mente de los ciudadanos. Parafraseando a Cicerón, "si queremos ser libres y prósperos, sólo nos queda ser esclavos, esclavos de la ley".
Tomado del periódico Reforma
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