Guillermo Sheridan ®
Pues
bien: llegamos al primero de enero del año 2000 sin excesivos contratiempos. Ni marcianos
ni ángeles; ni parusías ni cataclismos. Salió el sol, lloró un niño, vimos un árbol,
pasó un hombre en bicicleta, lo
Entre
el suspiro de alivio no dejó de captarse cierta decepción. Más de uno lamentó que el
anunciado bang saliera whimper. Más de uno alzó la mirada hacia
el vulgar cielo cotidiano, tan indiferente a su carácter de estreno, ostentosamente
desprovisto de cuatro jinetes, anillos flamígeros o una segunda luna, y le masculló un
discreto reclamo al Cácaro
Un
día como cualquier otro. Quizás con menos gente en la calle, recluida en sus casas
desveladas, recuperándose de celebrar que no se acabara el mundo. Un chisporroteo aquí y
otro allá; leves cortos circuitos. Algunos incidentes debidos al previsto error de
algunas computadoras, obstinadas en interpretar los dos ceros finales del 2000 como
pertenecientes a 1900. (En lo personal, confieso que abrigué esperanzas de que, por orden
de la
Pero
ni llovieron aviones ni explotaron bombas atómicas ni llegó el maremoto terminal. O sea
que ya ni en los cataclismos se puede confiar. Y la gente que sí anduvo en la calle, qué
espectáculo: los concursos no convocados de pequeñas proezas redimibles sólo por su
oportunidad: "¡Soy el primero del milenio en pasarse un alto!", "¡Soy el
primero en bautizar a su hijita Melania Milenia!", "¡Soy el primero en comerse
una pizza jagüayana a domicilio!". (Previsible temporada de debuts: el
primer libro, la primera beca, la primera toma de la rectoría...)
En
todo caso, quizás no haya razón legítima para cantar victoria: el carnaval que
ofrecimos ante el posible fin del mundo fue a tal grado degradante que bien nos lo
hubiéramos merecido. O quizás sí se acabó el mundo después de todo y, noveles en la
materia, ni siquiera nos dimos cuenta de que les parecimos tan patéticos a los encargados
de acabar mundos, que nos condenaron a vivir nuestra ilusión de perpetuidad.
Qué
decepción para las multiplicantes tribus de seres amparados por la hospitalaria
"ideología de la catástrofe", como la llama Eugen Weber (Apocalypses,
Cambridge, 1999). Los entenados de Nostradamus que lanzan advertencias a diestra y
siniestra con particular y redoblado arrojo sobre todo en los últimos meses del siglo
pasado ("¡Fui el primero en
Qué
decepción para quienes se aprovisionaron de amaranto, miel, sopas maruchan y
garrafones de gatorade y ahora se los van a tener que consumir en el
cataclismo de la rutina diaria. Cómo se atarearon en advertirnos de los pesares que nos
aguardaban en el filo del segundero; qué cantidad de horrores prestos a desatarse por la
sutil membrana de una medianoche.
¿No
sabes que alguien (siempre es alguien) descubrió que El manual de Carreño es en realidad
un libro profético en clave, y que en la sección "La sobremesa" dice clarito
que "el Águila que cae, nacida del Resucitado, se va a caer siete veces"? ¿O
que "Aquel encapuchado derrumbará las bardas del neoliberalismo"? ¿Supiste que
los monitos Pokémon son en realidad los espermatozoides reprocesados de Hitler que se les
meten a las vírgenes por los ojos? ¿Leíste el misterioso libro que anuncia que va a
resucitar Fidel Velázquez y va a llevar a México hacia la definitiva hecatombe? ¿Has
oído hablar de la secta que busca por todo el mundo al niño en el que reencarnó Rubén
Darío? ¿Que hay un científico llamado Arkadiusz Jadezik que explica en Internet que en
la constelación
El
único Apocalipsis fue el que nos deparó el abuso de lenguaje apocalíptico. Cualquier
hijo de vecino se infectó de esta retórica de hablar como Juan de Patmos en noche de
relámpagos. Desde el taxista que
Tumultuaria
religiosidad light. Espiritualidad con código de barras y empacada en
celofán. Dogmas de valet parking. Cristianismo convertido en
¡Un
superama de opciones; un aurrerá de alternativas! ¡Lo sagrado y lo profano en baratillo!
¡En el tianguis fini/neosecular hay un "tigre que baja del monte", una hierba,
un chochito, un masaje, un aura, un vidrio, una florcita, una melodía para todos y cada
uno de los males y carencias! ¡Todo es espíritu, energía, cuerpo y equilibrio y
serenidad y purificación! ¡Funde su religión! ¡Invente su terapia! ¡Proponga el
cataplasma hecho de puré de acumulador! ¡Invente el famoso supositorio Inca! ¡Sugiera
la píldora hecha con discos de acetato de los Beatles! ¡Concite la secta que prescribe
que escuchar doce veces diarias "El Bikini Amarillo" acarrea la
"harmonía" con lo que haya que harmonizar! ¡Levántele un templo al dios
Pachuli!
Basta
arraigar la ocurrencia en una etnia en proceso de desaparición, o en un territorio de
prestigio arcaico, sostener el carácter vetusto del
Lo
explicó Nietzsche: todo fanatismo es pintoresco. Y uno se pregunta de qué demonios
sirvió la Ilustración y si no será por pura explosión demográfica que la
superstición gana terreno, y si temer de ese modo el fin del mundo no será una manera de
precipitarlo, y por qué estas oleadas incontenibles de sentimentalismo oficial. ¿Cómo
es posible que el partido que se supone heredero de Hegel y Marx, que se supondría ateo o
al menos agnóstico, apenas llegue al poder oficialice el "Día de muertos" y
llene el Zócalo de unos ataúdes horribles, y que los antiguos marxistas caminen entre
ellos sacudiendo su ollita de copal? ¿No se suponía que el agnosticismo conduce a los
hombres hacia la razón, la filosofía, el sentido común, la "piedad natural" y
las leyes? ¿No aceptábamos que la superstición es, como decía Bacon, "la
monarquía absoluta en las mentes de los hombres"? ¡Bienvenidos a la primavera de la
Edad Media!
Y
no es extraño: un curioso apocalipticismo charanguero repta en los discursos marxistas de
Latinoamérica, y desde luego en la teología de la liberación, que explota el sedimento
catequístico y sus expectativas de un milagro de orígenes cristianos: los ataúdes del
Zócalo apelan a las fantasías escatológicas en las que La Muerte irriga con sangre de
mártires los campos latinoamericanos fertilizando un milenio de libertad, abonado con
teorías para escapar de la historia y sobre el establecimiento de una nueva
trascendencia.
Qué
manera tan extraña de ingresar a la mayoría de edad. Porque se podría pensar que en el
primogénito día de este enero, al cumplir su siglo XXi, la historia ingresó a la
mayoría de edad. Si habíamos confiado en que sus XXi primaveras seculares supondrían
una cierta madurez, y que saldría de esa larga adolescencia que fue la modernidad, más
vale censurarse el optimismo. Si el equivalente de las espinillas en el cuerpo adolescente
de la historia fueron las guerras mundiales, y si Hitler y Stalin fueron sus reventones,
más vale prepararse para lo que será capaz de hacer ahora que ya tiene credencial de
elector. ¡Oh, humanidad pigmea!
En
fin, que no hubo Apocalipsis. ¿Nos sentiremos ridículos de haberlo temido o deseado? No:
seguiremos atareados con su inminencia, explotando la industria de su víspera. Lo único
distinto es que ahora sabemos que una de las características del Apocalipsis es su
impuntualidad. Y que esta impuntualidad es sólo una triquiñuela que utiliza para darse
aún más
Tomado de la revista Letras libres
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