Cuando Fu Manchú se escapo la primera vez, los
empleados del zoológico lo atribuyeron a un error humano. Hacía un día espléndido y
los orangutanes del zoológico de Omaha habían estado jugando en su espaciosa jaula al
aire libre.
Poco después, ante la mirada atónita de los
cuidadores, Fu y su familia se encontraban subidos a los árboles, junto a la jaula del
elefante. Se supo después que la puerta que conecta la sala de calderas con la jaula de
los orangutanes había quedado abierta.
Jerry Stones, jefe de los guardianes,
reprendió severamente a su personal y el incidente se olvidó. Sin embargo, cuando
volvió a hacer buen tiempo, Fu Manchu se volvió a escapar. "Estuve a punto a
despedir a alguien", recuerda Stones.
Al día siguiente, gracias al aviso de los
vigilantes desesperados por conservar su empleo, Stones logró atrapar a Fu Manchu con las
manos en la masa.
El joven simio bajó por una abertura de
ventilación hasta una fosa seca. Luego empujó la parte inferior de la puerta de la
caldera con todas sus fuerzas hasta lograr abrir una pequeña ranura. Introdujo un alambre
por la apertura y levantó la manija hasta que la puerta se abrió.
Al día siguiente, Stones notó que Fu tenía
algo brillante en la boca. Al acercarse, comprobó que se trataba ni más ni menos que de
la ganzúa usada para sus salidas, perfectamente oculta entre el labio y la encía.
Las fugas de Fu Manchu acapararon los titulares
de los periódicos en 1968, pero sus astutos trucos no impresionaron demasiado a los
científicos dedicados a buscar evidencias de procesos mentales elevados en los animales.
Por aquel entonces, la mayoría de los estudios
sobre inteligencia animal tenían como propósito enseñar a los simios a usar lenguajes
humanos y a ningún científico le importaban mucho las hazañas de aquel Houdini peludo.
Tampoco a mí. En 1970 comencé a seguir de
cerca los resultados de los estudios sobre inteligencia animal, en especial los
relacionados con chimpancés que habían aprendido a usar palabras humanas.
Esta especialidad dio un giro de 180 grados
cuando dos psicólogos, R. Allen y Beatrice Gardner, se dieron cuenta de que los simios
tenían problemas formando los sonidos para modular las palabras.
Por tanto, seleccionaron a una chimpancé joven
llamada Washoe y decidieron enseñarle el código para personas sordas utilizado en los
Estados Unidos. Washoe terminó aprendiendo más de 130 palabras. Pero lo que es más
importante es que sabía lo que significaban.
El éxito de Washoe hizo que se llevaran a cabo
más estudios e hizo célebres a simios como Koko, el gorila, y Chantek, el orangután.
Las investigaciones también desataron en los
círculos científicos un feroz debate, que continúa hasta nuestros días, acerca de la
naturaleza de la inteligencia animal. Baste con decir que ha sido más fácil derrotar al
Comunismo que conseguir que los científicos se pongan de acuerdo en qué quiso decir
Washoe hace treinta años cuando al ver un cisne en un lago hizo los signos
correspondientes a "pájaro de agua".
¿Estaba inventando una frase para describir al
ave o simplemente generó dos signos independientes asociados con la escena que tenía
ante sus ojos?
A lo largo de los años he escrito varios
artículos y dos libros sobre los experimentos en inteligencia animal y la polémica que
los rodea.
He podido presenciar de cerca los problemas a
que se enfrentan los científicos al intentar examinar fenómenos tan difíciles de
aprehender como el lenguaje y la formación de las ideas. ¿De verdad piensan los
animales? ¿Acaso tienen conciencia de sí mismos?
Algunos filósofos y científicos se ofenden
incluso con la pregunta misma, ya que se pisa el terreno fronterizo que separa a los
hombres de las bestias. Pero, como señala Donald Griffin, de la Universidad de Harvard,
descartar el estudio de la conciencia animal nos impide comprender a otras especies.
"Si la conciencia es importante para nosotros y existe en otras criaturas",
señala Griffin, "es probable que también sea importante para ellas".
Ante la frustración que me provocaba este
interminable y estéril debate ideológico, me pregunté si no habría alguna manera mejor
de penetrar en la mente de los animales que los experimentos que intentaban enseñarles
los signos y los símbolos humanos.
Fue entonces cuando conocí la historia de Fu
Manchu y me di cuenta de algo que hoy me parece obvio: si los animales pueden pensar, es
probable que lo hagan mejor cuando les conviene a ellos, no cuando un científico les pide
que lo hagan.
Así fue como me lancé a explorar el mundo de
la inteligencia animal desde el otro lado.
Comencé a conversar con gente que trabajaba
con animales a nivel profesional: veterinarios, zoólogos, empleados de zoológicos como
Jerry Stones, entre otros. Aunque la mayoría de ellos no estudia la inteligencia animal
en sí, se topan con ella, o la falta de ella, día tras día.
Cuando dos o más cuidadores se ponen a hablar,
no faltan las anécdotas de cómo sus protegidos intentaron burlarse de ellos,
engatusarlos o sorprenderlos de alguna manera.
Abundan las historias de animales que engañan
y manipulan a sus guardianes o que negocian con ellos, y otras de una comprensión y
confianza que superan el abismo que separa a las especies. Y si los cuidadores han tomado
un par de copas, no faltarán, desde luego, los relatos de algún escape de película.
Estoy convencido de que todas estas historias
sacan a relucir otra faceta de lo que es una nueva puerta de entrada a la inteligencia
animal: las proezas mentales de las que hacen gala los animales estando en cautiverio y
frente a la especie dominante del planeta, es decir, los humanos.
¿Qué quieres a cambio de esa banana?
Los animales cautivos a menudo pasan a ser
estudiosos de los humanos que controlan sus vidas.
Los grandes simios, en particular, están
siempre alerta para aprovechar situaciones que les reporten alguna ventaja, por ejemplo,
cuando alguien arroja u olvida algún elemento útil o valioso dentro de su jaula. Los
animales con más experiencia reconocen el concepto de valor, y lo equiparan a "algo
que yo tengo y que tú quieres", y explotan esas oportunidades para obtener el
máximo provecho.
En una ocasión, cuando Charlene Jendry, del
zoológico de Columbus, se encontraba en su oficina, recibió la noticia de que un gorila
macho, llamado Colo, apretaba en sus manos un extraño objeto.
Cuando Charlene llegó a la jaula, le ofreció
algunos maníes, pero el chimpancé no reaccionó. Charlene se dio cuenta de que lo que
quería era negociar. Entonces le ofreció un trozo de piña.
Sin mirarla a los ojos, Colo abrió la mano y
le mostró como un traficante de artículos robados a su cliente que tenía un
llavero. Charlene respiró tranquila al ver que no se trataba de nada peligroso ni
valioso, y le dio a Colo el trozo de fruta. Pero como buen negociador, Colo rompió el
llavero y le entregó tan sólo un eslabón de la cadena, pensando quizá: "¿Por
qué darle todo si puedo conseguir un pedazo de piña por cada parte?".
Si los animales demuestran cierta habilidad
para el negocio del trueque, ¿no podrán hacerlo también con el dinero?
Un orangután llamado Chantek demostró que es
posible durante un estudio sobre el lenguaje de signos realizado por la psicóloga Lyn
Miles en la Universidad de Tennessee.
Chantek aprendió más de 150 palabras, pero
eso no es todo. El simio dedujo que si limpiaba su habitación y hacía otros quehaceres
domésticos, podía ganar monedas que luego canjeaba por golosinas y paseos en el auto de
Lyn.
Chantek parecía entender el concepto del
dinero más allá de meras transacciones, y no era ajeno a las nociones de inflación y
falsificación.
Al principio, Lyn usaba fichas de póquer como
moneda de curso legal, pero Chantek decidió incrementar sus recursos monetarios partiendo
las fichas en dos. Cuando Lyn comenzó a usar pequeños aros, Chantek se procuró trozos
de papel de aluminio e intentó falsificarlos. Además, Lyn intentó enseñarle al
orangután otras prácticas más virtuosas como el ahorro, el compartir y la caridad.
Cuando visité a Chantek en el zoológico de
Atlanta, su hogar actual, no fui testigo de ningún acto caritativo de su parte, pero
presencié un ejemplo de compartir que daría envidia a cualquier capitalista. Cuando Lyn
le dio a Chantek un racimo de uvas y le pidió que las compartiera con ella, Chantek las
engulló todas de un solo bocado.
Pero después, al recordar las lecciones de
Lyn, procedió a entregarle la rama, pero sin ninguna fruta.
¿Qué se deduce de esto? La naturaleza nos ha
equipado para manejar números y asignar un valor a las cosas, pero estas habilidades
humanas también pueden hallarse de forma más limitada en nuestros parientes más
cercanos.
Cuando viven en libertad, los simios comparten,
negocian y hacen obsequios, y saben manejarse a la perfección en esa especie de bazar
primitivo que es el zoológico.
El buen samaritano
¿Por qué querría un animal cooperar con un
ser humano? Los conductistas responderían que los animales cooperan cuando aprenden,
mediante refuerzos positivos y negativos, que les conviene hacerlo.
Yo, personalmente, no creo que ahí termine la
cosa.
Con los humanos, no hay duda, la recompensa
intangible que supone el respeto, la dignidad y el éxito puede resultar mucho más
motivadora que las gratificaciones materiales. Del mismo modo, para los animales la
autoestima que obtienen de la cooperación podría ser más importante que conseguir una
galleta.
Gail Laule, una consultora en conducta animal
de Active Environments Inc., utiliza un sistema de premios para alentar a los animales a
hacer una determinada cosa, pero reconoce que no son muñecos de cuerda que responden
ciegamente a las tentadoras golosinas.
"Es mucho más fácil trabajar con un
delfín cuando partimos de que es inteligente... Eso es lo que ocurrió con Orky",
señala Laule, refiriéndose a su labor con uno de los delfines gigantes conocidos como
orcas o ballenas asesinas.
"De todos los animales con los que he
trabajado, Orky era el más inteligente. Sabía evaluar la situación y actuar según su
criterio".
Como por ejemplo, la vez que ayudó a salvar a
un miembro de su familia.
Corky, la pareja de Orky, dio a luz a fines de
los años 70, pero el bebé no se desarrollaba bien y los cuidadores decidieron retirarlo
del estanque para administrarle una terapia de emergencia.
La situación se complicó cuando llegó el
momento de devolverlo al estanque. El operador de la grúa que transportaba la camilla no
podía ver bien la pileta, y la colocó a pocos metros por encima del agua.
De repente, el bebé-ballena comenzó a vomitar
por la boca y el espiráculo (el orificio de expulsión del agua). El mayor riesgo era que
el bebé pudiera aspirar parte del vómito y contraer una neumonía fatal. Según Tim
Desmond, uno de los colegas de Laura, era una situación desesperada porque los cuidadores
se encontraban fuera de su alcance, a nivel del agua, y no podían hacer nada.
Orky venía observando el proceso de cerca y,
aparentemente, comprendía cual era el problema. Se colocó debajo de la camilla para que
uno de los cuidadores pudiera pararse sobre su cabeza y llegar hasta el bebé.
Esto fue extraordinario, señala Tim, porque no
se le había entrenado a llevar gente sobre la cabeza, como hacen otros animales de
acuario. Orky, manteniéndose firme gracias al sorprendente poder de su cola, hizo de
plataforma para que el cuidador pudiera llegar hasta el enganche de la correa. Después de
abrirlo, el bebé de 190 kg. se deslizó al agua y pudo recibir ayuda.
El cuidador siempre muerde el anzuelo
Desgraciadamente, es más fácil encontrar
evidencias de inteligencia animal en su conducta artera que en las muestras de solidaridad
o amor.
Las artimañas más sofisticadas consisten en
hacer creer a los demás algo falso, lo cual, a su vez, implica el conocimiento de que los
estados mentales de los demás pueden manipularse.
El psicólogo británico Andrew Whiten de la
Universidad de St. Andrews, en Escocia, se refiere a esta capacidad como "el Rubicón
mental", es decir, la característica fundamental que separa a los humanos y los
otros grandes simios del resto del reino animal.
Si bien los psicólogos han estudiado diversas
formas de manipulación animal, los cuidadores caen víctimas de ella a diario.
Helen Shewman, del zoológico Woodland Park de
Seattle, recuerda que un día, cuando echó una naranja por la puerta de la comida para
Meladi, uno de las orangutanes hembra, ésta la miró a los ojos y estiró la mano, en
lugar de hacerse a un lado.
Helen pensó que la naranja había ido a parar
a algún lugar inaccesible y le dio otra.
Cuando Meladi se alejó, Helen descubrió que
llevaba la primera escondida en la mano.
Tawan, el macho dominante de la colonia, había
observado el juego y al día siguiente hizo lo mismo, fingiendo que no había recibido
ninguna naranja.
"¿Seguro que no tienes una?",
preguntó Helen. Tawan se quedó mirándola fijamente y estiró la mano. Helen se ablandó
y le dio otra. A los pocos segundos, se dio cuenta de que escondía la primera naranja
bajo el pie.
Larguémonos de aquí
Aunque no exista animal que no haya intentado
escapar del cautiverio, los orangutanes son los maestros de este arte.
Además de usar ganzúas, estos simios fabrican
guantes aislantes con paja para protegerse de las cercas electrificadas.
Sus conocimientos en la materia llegan a tal
punto que los cuidadores recurren a ellos para probar las nuevas jaulas, con la certeza de
que si un orangután no encuentra la salida, ningún otro simio podrá.
Pero, ¿cómo lo hacen? La clave de su éxito
podría residir en su temperamento paciente y observador.
El zoólogo Ben Beck señaló una vez que
cuando se le da un destornillador a un chimpancé, intenta usarlo para todo menos para
destornillar. Cuando se le da a un gorila, en cambio, éste da un paso atrás horrorizado,
como pensando: "¡Dios mío! ¡Va a lastimarme!". Al rato, intentará comérselo
y terminará por olvidarse de él. Pero los orangutanes lo esconden y, cuando no hay moros
en la costa, se ponen a desarmar la jaula.
Aparte de las ingeniosas evasiones de Fu
Manchu, una de las fugas más memorables fue la de Jonathan, un joven orangután del
zoológico de Topeka.
Jonathan llevaba cierto tiempo confinado en un
área de espera y aquello no le hacía ninguna gracia.
Los vigilantes no estaban demasiado
preocupados, ya que la jaula estaba asegurada con una sofisticada puerta tipo guillotina
que se abría verticalmente y se manejaba a distancia con presión neumática. Al
cerrarse, la parte superior de la puerta quedaba encerrada entre dos planchas. Como medida
de precaución adicional, un cuidador introducía una varita de metal por una especie de
ojo de cerradura existente en las planchas y en la parte superior de la puerta. Una vez
introducida, la varita, de unos 13 cm, se daba la vuelta, de modo que era necesario
volverla a colocar en su posición inicial para empujarla hacia fuera y abrir la
escotilla. Semejante sistema de seguridad habría bastado para contener a muchos humanos
y, por supuesto, a un simio.
Pero he aquí que una voluntaria que solía ir
a jugar con un bebe orangután en una jaula vecina vio a Jonathan manipular algo en la
parte alta de la jaula.
Cada vez que el cuidador Geoff Creswell iba a
investigar, se encontraba a Jonathan sentado en un rincón, de lo más tranquilo.
Hasta que un día, Creswell se quedó helado al
toparse con el enorme simio en un corredor, fuera de su jaula. Después de administrarle
un tranquilizante y de encerrarlo de nuevo, descubrieron que había logrado voltear a la
varita con un trozo de cartón. Así pudo empujarla hacia fuera y quitar el seguro de la
jaula.
La fuga de Jonathan demostró que los simios
cuentan con un verdadero arsenal de capacidades mentales superiores. Jonathan ocultó su
plan ante los humanos que lo cuidaban (aunque no pensó que la voluntaria de la jaula de
al lado pudiera delatarlo), descubrió cómo funcionaba el mecanismo de bloqueo, y
diseñó una herramienta para abrirlo. Pero lo más impresionante de todo es la
planificación y perseverancia que requirió semejante proeza.
Sally Boysen, una psicóloga de la Universidad
Estatal de Ohio, estudió hasta qué grado la capacidad de razonamiento de un chimpancé
depende de sus deseos.
En un experimento con dos chimpancés, se
mostraron dos platos con cantidades diferentes de golosinas a una de ellas, Sheba. El
plato que señalara Sheba sería para la otra, Sarah, por lo que aquella tenía que elegir
el pequeño para conseguir (quedarse) la porción más grande.
Al ver los platos, Sheba siempre elegía el
más grande, que terminaba en boca de Sarah.
Pero cuando usaron fichas en lugar de comida,
Sheba entendió en seguida que al señalar el más pequeño conseguiría la porción más
grande. Aparentemente, en presencia de la comida, el apetito de Sheba superaba su
capacidad para razonar. Cuando desaparecía la tentación, recuperaba su capacidad
cognitiva y la utilizaba para conseguir el objeto de su deseo.
El mismo experimento se realizó con niños.
Los de cuatro años entienden que al señalar la porción pequeña de comida, recibirán
la más grande, pero los de tres años todavía no son capaces. Esto sugiere que en algún
momento durante el proceso de maduración humana las capacidades cognitivas del niño se
desarrollan hasta entender que la continencia puede recibir su recompensa. "Durante
toda una tarde, Sheba reaccionaba a veces como un niño de tres años y a veces como uno
de cuatro, según utilizáramos comida de verdad u otro elemento", señala Boysen.
Aunque la inteligencia animal se vea
entorpecida por muchas trabas, vemos que cada cierto tiempo consigue manifestarse con
estallidos de genialidad. Son innumerables las criaturas que se valen de sus capacidades
no sólo para procurarse comida y competir con sus semejantes, sino también para engañar
y seducir a los humanos que se cruzan en su camino. Y cuando hacen algo extraordinario,
nos permiten comprender mejor de donde proceden nuestras propias capacidades, y cómo debe
sentirse al ser un orangután o una orca.
Pero, ¿qué es la inteligencia? Si la vida se
basa en la continuidad de las especies y la inteligencia está a su servicio, entonces no
les llegamos ni a la suela del zapato a las tortugas marinas, que tienen el cerebro del
tamaño de un guisante, pero nos precedieron y consiguieron sobrevivir el impacto del
asteroide que causó la extinción de los dinosaurios.
La historia ha demostrado que, una vez que la
mente se libera de controles religiosos, culturales y físicos, funciona mejor y más
rápido, y puede modificar todo lo que la rodea.
Quizá por esto, las capacidades mentales superiores, aunque presentes en otras criaturas, se encuentran limitadas a un círculo más cerrado. De todas maneras, es reconfortante saber que otras especies aparte de la nuestra son capaces de tomar distancia y evaluar el mundo que las rodea, aunque sus horizontes sean limitados comparados con la perspectiva más temeraria y peligrosa que, para bien o para mal, caracteriza a la raza humana.
Tomado de CNN en español
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